La división del imperio: oriente y occidente


El emperador Diocleciano comprendió que el Imperio era demasiado vasto para gobernarlo en circunstancias tan graves, y decidió dividirlo. Eligió un compañero y le dio la parte occidental, reservándose él la oriental. Los dos tomaron el título de Augusto y escogieron ambos un colega al que dieron el de César, y a quien le confiaron la mitad del territorio respectivo. De esta manera el Imperio quedó en realidad dividido en cuatro partes, gobernadas por cuatro soberanos que, en los primeros años, eran en realidad súbditos de Diocleciano. Este sistema no produjo la paz esperada sino, al cabo de poco tiempo, una lucha feroz entre los cuatro soberanos por la hegemonía. Finalmente, el emperador Constantino venció a los demás y logró reunir nuevamente el Imperio bajo un solo cetro. Constantino ha pasado a la historia por su protección a los cristianos, entonces duramente perseguidos, a quienes concedió libertad para practicar libremente su culto.

Ya hemos visto cómo los bárbaros amenazaban la existencia misma del Imperio con sus invasiones; entre ellas se recuerda la de los visigodos, guiados por Alarico, quien devastó Italia; la de los hunos, capitaneados por Atila, el azote de Dios, que llegó a las puertas mismas de Roma, donde fue casi milagrosamente contenido por el influjo del papa San León el Magno; y la de los vándalos, conducidos por Genserico, cuyo saqueo de Roma fue tan atroz, que la palabra vandalismo aún perdura como sinónimo de terrorismo destructor.

El Imperio se deslizaba ya por la pendiente de su disolución: su último emperador, por extraña ironía de la suerte, llevó dos nombres gloriosos en la historia de Roma: Rómulo Augusto. Es decir, el nombre del fundador de Roma y el del más grande de sus emperadores. Había sido elegido por un general godo llamado Odoacro, que finalmente lo arrojó del trono y gobernó Italia en su lugar. Corría entonces el año 476, que generalmente se acepta como el del final de la era antigua y comienzo de la Edad Media. Marca también el fin del Imperio Romano de Occidente. En Oriente continuó una larga lucha contra los hunos, persas, árabes y turcos, hasta que, caída Constantinopla en manos de estos últimos, en 1453, se hizo de esta ciudad la capital del Imperio otomano.

Así se desintegró el que había sido colosal Imperio de los Césares. Todo concurrió a su destrucción: la desmesurada extensión de las fronteras, que debilitaron la eficiencia de aquella portentosa máquina militar; la molicie y la frivolidad de las costumbres, que, al propagarse a los campamentos, anularon la potencia combativa del soldado romano, como antes habían corrompido los estrados del Senado y la cámara imperial; la presencia de pueblos nuevos en la escena histórica, en la que buscaban un lugar donde desenvolver su destino; la pérdida del sentimiento religioso en las clases dirigentes del Imperio, y el surgimiento del cristianismo, que enfrentó a los romanos con una nueva concepción del hombre y de la vida reveladora de la vaciedad del mundo pagano, de los falsos oropeles del poder y la gloria, y de la supremacía de hermandad universal.