Un pueblo tan devoto que hasta tiene máquinas de rezar


Si bien alcanzaron al Tíbet las convulsiones que agitaron al vasto imperio del Asia Central, al cual se halló directamente ligado, las especulaciones religiosas absorbieron de tal modo a los tibetanos, que todo lo que ocurría fuera del país tornóse indiferente para ellos, entregados como estaban a la observancia del culto.

Muchos viajeros, después de llegar hasta las fronteras del Tíbet, tuvieron que volver sobre sus pasos, pues los lamas no permitieron, hasta hace muy poco tiempo, la estancia de extranjeros en el país, a menos que fueran budistas. Efectivamente, miles de peregrinos de esta fe van desde China y la India para venerar, en la ciudad sagrada de Lhasa, al Dalai Lama, que habita en un fantástico palacio blanco, el Pótala, situado en la cumbre de una montaña. Los techos de este palacio son de color rojo, con deslumbrantes láminas de oro que hieren la vista con sus reverberaciones cuando los rayos del brillante sol tibetano inciden sobre ellas.

Desde 1951 el poder temporal del Dalai Lama se ha visto disminuido a raíz de la intervención del gobierno de la República Popular China, que se ha encargado de hecho de la administración política y militar del Tíbet. Los chinos construyeron un aeródromo, una red caminera y trazaron un sistema de telecomunicaciones, para facilitar la vigilancia sobre el país. Esta penetración puso fin de hecho a la independencia que los tibetanos gozaban desde 1913.

Aunque al principio dejaron subsistir la autoridad del Dalai Lama, en 1959 una nueva agresión comunista se ensañó incluso con el “Buda viviente”, quien debió buscar refugio en la India cuando nuevas tropas rojas invadieron el pacífico Estado que vivía en su primitivo aislamiento.

Es muy curiosa la forma en que los lamas eligen al sucesor del soberano muerto: para los fieles de aquella religión, cada Buda Viviente o Dalai Lama es la encarnación de un mismo espíritu en un nuevo cuerpo, de modo que cuando fallece el Lama, el santón que hace las veces de oráculo es el encargado de decir cuál de los niños nacidos en el momento de expirar el soberano es el que ha recibido el divino espíritu. El infante así señalado es trasladado al Pótala, el palacio sagrado de Lhasa, y allí, honrado como Dalai Lama; educado por los monjes hasta los 18 años, al alcanzar esta edad es coronado rey con toda la pompa tradicional.

El actual Dalai Lama fue coronado antes, cuando sólo contaba quince años, a causa de la turbulenta situación exterior: transcurrían entonces las vísperas de la invasión de los comunistas chinos, en 1950. Empero, ni las plegarias ni los exorcismos detuvieron la máquina militar del inquietante vecino; los mansos lamas y el tranquilo pueblo fueron presas fáciles, ya que no contaban con armamento moderno ni fuerzas suficientes para oponerse a la invasión. La preocupación dominante de los tibetanos es alcanzar la Serena Eternidad; son tan devotos que en cada familia por lo menos un hijo entra durante su infancia en un monasterio para servir a la religión; así, pues, no es de extrañar que el espíritu religioso haya influido de tal modo en la devoción a Buda, tanto más cuanto que la gente de este país no tiene casi ninguna comunicación con el resto del mundo, cuyas costumbres son tan distintas de las suyas. Las rocas, las casas y los templos están cubiertos de inscripciones devotas; ruedas llamadas de rezar, movidas a mano, por el viento o por corrientes de agua, como los molinos, “repiten-i” mecánicamente oraciones a la divinidad. Son verdaderas máquinas para elevar plegarias, únicas en todo el mundo.

Al llegar el fin del día, cuando el crepúsculo va adueñándose del horizonte, se detiene la labor de los artesanos, de los labradores y de los pastores, y la gente toda se reúne en las plazas. Allí, postrados en el duro suelo, entonan la oración de la noche.