Carlos II el hechizado, el rey que se bebió al diablo en una taza de chocolate


Carlos II, el último de los Austrias que ocuparía el trono español, contaba apenas cuatro años de edad cuando la muerte de su padre lo hizo rey.

Durante su minoridad, ocupó la regencia su madre, Mariana de Austria, aunque el poder lo ejerció su valido y confesor, el jesuita Juan Everardo Nithard.

Entre los acontecimientos más destacados que llenaron los treinta y cinco años del reinado de Carlos II, debe mencionarse la invasión francesa a los Países Bajos, emprendida so capa de devolución de territorios antes pertenecientes a Francia; la agresión tomó de sorpresa al gobierno español, y las huestes del Rey Sol se posesionaron en un par de semanas de varias plazas en Flandes, y del Franco - Condado; éste hubieron de reintegrarlo al firmarse la paz de Aquisgrán (1668), pero las más importantes de las ciudades y fortalezas flamencas quedaron en manos del rey Luis XIV.

Otro conflicto con el mismo soberano acabó por la paz de Nimega (1678), por cuyas estipulaciones España perdió el Franco-Condado, antes retenido, y más territorio flamenco; las hostilidades se reanudaron aún otra vez, y el armisticio de Ratisbona, que les puso fin provisionalmente, determinó la pérdida del Luxemburgo. El conflicto se generalizó luego, y junto a España formaron los países de la Liga de Augsburgo, esto es, Suecia, Austria, el Papa, Holanda y los principes del Imperio. Pero Luis XIV logró imponerse una vez más, aunque al concertarse la paz devolvió la mayor parte de los territorios conquistados, pues se hallaba entonces empeñosamente afanado en atraerse la buena voluntad de Carlos II, cuya muerte sin sucesión se vislumbraba, con el fin de lograr que tomara disposiciones testamentarias favorables a su ambición.

En lo interior, el rey sufrió las intrigas que contra su soberanía tejió don Juan José de Austria, su medio hermano, quien gozaba de cierta popularidad; finalmente acabó por alzarse contra la autoridad real en Barcelona, y a la cabeza de sus “miqueletes” llegó hasta las mismas puertas de Madrid. Ante esta amenaza desprendióse la regente del padre Nithard y se apresuró a designar al de Austria capitán general de Aragón, que con esa designación quedó, al parecer, aquietado en sus ambiciones.

En 1675, llegado el rey a la mayoría de edad, la influencia de la reina madre decreció, al punto de ser desterrada a Toledo por don Juan José de Austria, quien como valido del joven rey tomó las riendas del poder, hasta que sus desaguisados debilitaron su posición e hicieron factible el retorno de la reina madre.

La situación económica del reino era en verdad catastrófica, y ello determinó varios alzamientos populares; a todo eso agregáronse varias oleadas de peste y de mortandad por hambre en Andalucía. Cuadrillas de bandoleros infestaban los caminos, y los piratas berberiscos e ingleses saqueaban las costas de España y de sus posesiones americanas. Llegó un momento en que los empleados abandonaban sus puestos, que no les servían de nada, ya que nadie cobraba un maravedí, y la grita contra el desgobierno hízose ensordecedora. El rey encargó el poder al conde de Oropesa, quien tomó diversas providencias drásticas y logró introducir algunas reducciones en los gastos del Estado, pero cuando intentó llevar el mismo plan sobre los de la Real Casa, suscitóse en la corte vivo disgusto y se mantuvo el tren palaciego.

La inmoralidad más espantosa corroía a la administración, y acusábase a todos los funcionarios, con la sola excepción de Oropesa y su primo el marqués de los Vélez, de entregarse a todo género de cohecho y tráficos escandalosos. Era tal la efervescencia, que el mismo rey decidió consagrarse menos a la devoción y más a los asuntos del reino.

Este pobre hombre fue un desdichado, débil mental y físicamente, a quien se convenció de que sus enemigos lo habían embrujado haciéndole beber al diablo en una taza de chocolate; recurrió varias veces al exorcismo, y vivió consagrado a sus terrores. Próximo a su muerte, y sin sucesión directa, moviéronse vastos intereses internacionales para lograr del desdichado monarca español un testamento favorable a las respectivas ambiciones; los candidatos que intervenían en la puja alrededor del cadáver de la grandeza hispánica fueron Luis XIV (pese al compromiso suscrito en ocasión de sus bodas con la infanta María Teresa de Austria, hija de Felipe IV), el emperador Leopoldo de Austria y el Elector de Baviera. Los consejeros del monarca español inclinábanse por este último; pero, ante la presión de los antagonistas, llegóse hasta la humillante proposición de repartir entre todos los dominios de España (tratado de La Haya, 1698), lo que no se llevó a cabo por sobrevenir a la sazón la muerte del soberano bávaro.

Por fin, ocho días antes de morir, el Hechizado otorgó testamento; por él desheredó a su propia familia y dejó por sucesor de la corona española y sus dominios ultramarinos al joven duque de Anjou, nieto de Luis XIV.

En terrible situación hallábase España al fallecer el último de los herederos de quien un día se llamara emperador de Occidente; habíase llegado a los extremos de la decadencia y la degradación política. Se carecía de lo necesario, hasta en palacio. Para enviar soldados a pelear contra el enemigo exterior, era necesario decretar levas, sacarlos de sus casas a viva fuerza y conducirlos engrillados hasta el frente de batalla; buques, no los había ni para la defensa de las costas, saqueadas impunemente por los piratas berberiscos e ingleses. Agricultura, prácticamente no existía, por el desprecio con que los españoles miraban todo trabajo manual, industria y comercio.

La época de los Austrias es la edad de oro de las letras y de las bellas artes españolas; entonces fue cuando florecieron ingenios universales de la talla de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, Quevedo, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, fray Luis de León, el Greco, Velázquez, Ribera, Murillo. Zurbarán. Valdés Leal y Claudio Coelho. Es también la gran era de las concepciones políticas universales, católica e imperial, que alcanzó su más alto exponente con Carlos V y con Felipe II, para menguar bruscamente en época de los pequeños Austrias de la decadencia.

Y es asimismo la época gloriosa en la que España echa los cimientos de una de las empresas más nobles acometidas por pueblo alguno desde los remotos comienzos de la Historia: la época de la colonización y evangelización del Nuevo Mundo.