RIKKl-TIKKI-TAVI - Segunda parte


Rikki-Tikki se estremeció de coraje y de odio al oír esto, y en aquel momento apareció por la compuerta la cabeza de Nag, y, a continuación, el helado cuerpo de metro y medio de largo. No obstante lo rabiosa que estaba, sintió Rikki-tikki profundo miedo al ver el gran tamaño de la cobra. Nag se enroscó en espiral, levantó la cabeza y miró el cuarto de baño en medio de la oscuridad, en la cual Rikki pudo ver cómo brillaban sus malignos ojos.

-Ahora, si la mato aquí, Nagaina lo sabrá, y si la ataco en campo abierto, en mitad del suelo del cuarto, todas las probabilidades están en su favor. ¿Qué haré? -díjose Rikki-tikki-tavi.

Balanceóse Nag, y luego oyóla Rikki-tikki beber en la jarra más grande que servía para llenar el baño.

-Está bien -dijo la serpiente-. Ahora, veamos: cuando mataron a Karait, el hombre grueso llevaba un bastón. Es posible que lo tenga aún; pero cuando venga a bañarse por la mañana, no lo llevará. Estaré esperando aquí hasta que entre. ¿Oyes, Nagaina? Esperaré aquí hasta que sea totalmente de día.

Nada contestaron desde fuera, y, por lo tanto, Rikki-tikki comprendió que Nagaina se había marchado. Nag enroscó sus anillos, uno a uno, alrededor del fondo de la jarra, y Rikki-tikki quedóse quieta como una muerta. Al cabo de una hora comenzó a moverse, músculo por músculo, en dirección de la jarra. Nag dormía, y Rikki-tikki contempló su ancha espalda, pensando en cuál sería el mejor sitio para pegarle un buen mordisco.

-Si no le rompo el espinazo al primer salto -díjose Rikki-, podrá aún batirse, y si se bate... ¡ay, Rikki!

Fijóse en la parte más gruesa del cuello, bajo la capucha; pero aquello era demasiado ancho para ella; y en cuanto a una dentellada cerca de la cola, no serviría más que para enfurecer a la traidora Nag.

-Es preciso darle en la cabeza –se dijo por fin-; en la cabeza, por encima de la capucha, y, una vez que haya hincado el diente, no he de soltar la presa por nada.

Entonces saltó sobre la cobra. Tenía ésta la mandíbula inferior apoyada en el suelo, un poco apartada de la jarra, bajo la curva que formaba el vientre de ésta, y, en cuanto clavó los dientes, Rikki pegó el cuerpo al rojo recipiente de tierra para mejor sostener contra el suelo aquella cabeza. Diole esto un momento de ventaja, que empleó tan bien como le fue posible. Luego viose sacudida de un lado a otro como ratón cogido por un perro... de aquí para allá, de arriba abajo, y dando vueltas, describiendo grandes círculos; pero sus ojos estaban completamente inyectados de sangre; y no soltó la presa, aunque el cuerpo de la serpiente azotaba el suelo como un látigo de carretero, tirando un pote de hojalata, la jabonera y un cepillo para friccionar la piel, y aunque la golpeaba contra las paredes metálicas del baño. Rikki, al aguantarse firme, apretaba cada vez más, porque estaba segurísima de recibir algún golpe que acabara con ella, y por el honor de la familia deseaba que la hallaran, al menos, así, con los dientes bien apretados. Mareada, con todo el cuerpo dolorido, parecíale que estaban ya descuartizándola, cuando, de pronto, estalló algo muy semejante a un trueno, precisamente detrás de ella, y un aire caliente la hizo rodar sin sentido, mientras un fuego muy rojo le quemaba la piel. Con el ruido anterior habíase despertado el hombre grueso, que acababa de disparar los dos cañones de una poderosa escopeta de caza precisamente detrás de la amplia capucha de Nag.

Rikki-tikki continuó sin soltar su presa; pero con los ojos cerrados, porque estaba completamente convencida de haber quedado muerta. Sin embargo, la cabeza no se movía, y entonces el hombre grueso cogió al animalito y dijo:

-Alicia, mira... nuestra mangosta... La pobrecita nos ha salvado ahora la vida a nosotros.

Entró entonces la madre de Teddy, muy pálida, y vio los restos de Nag, mientras Rikki-tikki se arrastraba hasta el cuarto del niño, y acababa de pasar la noche mitad descansando y mitad sacudiéndose suavemente, para ver si, en realidad, estaba o no rota en cincuenta pedazos.

Al llegar la mañana apenas podía moverse; pero se sentía satisfecha de lo que había hecho.

-Ahora me falta todavía arreglar cuentas con Nagaina, y ella será aún peor que cinco Nags juntas. Y no hay que decir lo que sucederá al empezar a romperse los huevos de que habló. ¡Santos cielos! No tengo más remedio que ir a hablar con Darzee -se dijo.

Sin esperar a que llegara la hora del almuerzo, corrió Rikki-tikki hacia el espino donde se hallaba Darzee cantando a voz en cuello una canción triunfal. La noticia de la muerte de Nag habíase extendido ya por todo el jardín, porque el hombre que barría la casa había arrojado el cuerpo de la cobra al estercolero.

-¡Imbécil montón de plumas! -dijo Rikki-tikki incomodada-. ¿Ésta es hora de cantar?

-¡Nag ha muerto!... ¡Nag ha muerto;... ¡Nag ha muerto!... -cantó Darzee-. ¡La valiente Rikki-tikki le clavó los dientes en la cabeza y no soltó la presa! ¡El hombre grueso trajo aquel palo que produce tanto estruendo, y Nag cayó hecha pedazos! No volverá ya a comérseme mis pequeñuelos.

-Verdad es todo eso; pero ¿dónele está Nagaina? -contestó Rikki-tikki mirando cuidadosamente alrededor.

-Nagaina fue a la compuerta del cuarto de baño y llamó a Nag -siguió diciendo Darzee-, y Nag salió puesta en el extremo de un bastón... porque el hombre que barre la recogió de ese modo, y la echó al estercolero. Cantemos a la grande Rikki-tikki de ojos color de sangre. -Y Darzee hinchó el cuello y cantó.

-¡Si pudiera llegar a ese nido tuyo te echaba abajo a todos tus chiquillos! -dijo Rikki-tikki-. No sabes hacer las cosas con oportunidad ni discreción. Tú estás muy seguro en tu nido; pero yo aquí, abajo, soy quien paso las cosas. Deja de cantar por un momento siquiera, Darzee.

-Por complacer a la grande, a la hermosa Rikki-tikki, pararé de cantar -dijo Darzee-. ¿Qué hay, matadora de la terrible Nag?

-Por tercera vez: ¿sabes, por ventura, dónde está Nagaina?

-Entre el estiércol del establo, llorando la muerte de Nag. ¡Grande es Rikki-tikki, la de los blancos dientes! ¡Grande y valiente!

-¡Vete a paseo y deja tranquilos a mis blancos dientes! ¿Has oído decir alguna vez dónde guarda sus huevos?

-En el melonar, hacia el extremo que está más cerca de la pared, donde el sol da casi todo el día. Allí los escondió hace algunas semanas.

-¿Y no se te ocurrió que valía la pena de decírmelo?... ¿En el lado que está más cerca de la pared, hacia el extremo, dices?

-Rikki-tikki, ¿no se te antojará ir allá a comerte sus huevos?

-No; a comerlos, precisamente, no. Darzee, si tienes pizca de sentido común, volarás ahora hacia el establo y fingirás que se te ha roto un ala, dejando que Nagaina te persiga hasta este arbusto. ¿Lo harás? Yo tengo que ir al melonar; pero, si fuera ahora, ella me vería.

Era Darzee una personilla de tan escaso seso que jamás pudo tener en la cabeza dos ideas al mismo tiempo; y precisamente porque sabía que los pequeñuelos de Nagaina nacían de huevos, lo mismo que los suyos, no creyó al principio que estuviera bien eso de matarlos. Pero su esposa era un pájaro discreto, y sabía que los huevos de cobra significan cobras pequeñas para dentro de algún tiempo; por lo tanto, saltó del nido y dejó que Darzee cuidara de conservar el calor de los chiquitines y continuara su canción sobre la muerte de Nag. Darzee se parecía extraordinariamente a un hombre en algunas de sus cosas.

Fue, pues, su hembra la que comenzó a revolotear por delante de Nagaina en el estercolero gritando:

-¡Ay! Tengo un ala rota. El niño que vive en la casa me ha tirado una piedra y me la ha partido. -Y dicho esto, púsose a aletear más desesperadamente que nunca.

Levantó la cabeza Nagaina y silbó estas palabras:

-Tú advertiste a Rikki-tikki el peligro que corría en ocasión en que yo hubiera podido matarla. La verdad es, pues, que has escogido mal sitio para venir a cojear. -Y dirigióse hacia la esposa de Darzee, deslizándose por encima del polvo.

-El niño me la ha roto de una pedrada -chilló aquélla.

-¡Bueno! Sírvate de consuelo para cuando estés muerta, el saber que yo le arreglaré después las cuentas al muchacho. Mi marido yace esta mañana sobre el estercolero, pero, antes de que llegue la noche, el niño de la casa yacerá también en el más absoluto reposo. ¿De qué sirve que te escapes? Segura estoy de cogerte. ¡Tonta! ¡Mírame! ¡Vamos, mírame!

Era demasiado lista la esposa de Darzee para hacer tal cosa, porque el pájaro que fija los ojos en los de una serpiente se asusta tanto que queda como paralizado. La compañera de Darzee siguió revoloteando y piando dolorosamente, sin apartarse nunca del suelo, y Nagaina fue corriendo cada vez con mayor velocidad.

Oyólos Rikki-tikki seguir el caminillo que conducía del establo a la casa, y fuese entonces, apresuradamente, hacia la parte del melonar más cercana a la pared. Allí, en tibio lecho de paja, entre los melones, y ocultos hábilmente, encontró veinticinco huevos, poco más o menos del tamaño de los de una gallina de Bantam, pero cubiertos de una piel blanquecina, a modo de cáscara.

-He llegado con gran oportunidad -dijo-, porque a través de la piel veía ya dentro de los huevos las diminutas cobras enroscadas, y no ignoraba que, en el instante mismo de nacer, cada cobra de aquéllas podía ya matar a un hombre o a una mangosta. Mordió el extremo de los huevos con toda la rapidez posible, cuidando de aplastar a las cobras, y revolvió, de cuando en cuando y por todos lados, el lecho para ver si le había quedado a medio romper algún huevo. Al fin, quedaron únicamente tres, y Rikki-tikki comenzaba a gozarse de su hazaña, cuando oyó que la esposa de Darzee le gritaba:

-Rikki-tikki, he llevado a Nagaina en dirección de la casa; y se ha metido en la galería; y ahora... ¡oh!, ¡ven, corre!... Va a matar a alguien.

Aplastó Rikki-tikki dos de los huevos y saltó del melonar hacia atrás con el tercero en la boca, corriendo en dirección a la galería tan aprisa como sus patas quisieron llevarla. Teddy, su madre y su padre se hallaban allí, sentados a la mesa para tomar el desayuno; pero Rikki-tikki vio que nada comían. Dijérase que estaban petrificados, y sus rostros se hallaban intensamente pálidos. Nagaina, enroscada en forma de espiral sobre la estera, a poca distancia de la desnuda pierna de Teddy, se balanceaba, cantando con aire triunfal.

-¡Hijo del hombre que mató a Nag! -silbó-, no te muevas. No estoy preparada aún. Espera un poco. No os mováis ninguno de vosotros. Al menor movimiento que hagáis os salto encima... y, si no os movéis, también. ¡Oh, gente estúpida!

Los ojos de Teddy estaban como clavados en los de su padre, y éste no podía hacer más que murmurar:

-Estáte quieto, Teddy. Conviene que no te muevas. Estáte quieto.

En aquel momento apareció Rikki-tikki, y gritó:

-¡Vuélvete, Nagaina, vuélvete y ven a batirte conmigo!

-Cada cosa a su tiempo -contestó aquélla, sin mover los ojos-; ya arreglaré cuentas contigo de aquí a un rato. Mira a tus amigos, Rikki-tikki: ahí los tienes inmóviles y pálidos. Es que me temen. No se atreven a moverse, y si llegas a dar un paso más hacia mí, salto y los muerdo.

-Da una ojeada a tus huevos -dijo Rikki-tikki-; allá en el melonar, junto a la pared. Anda y míralos, Nagaina. No pierdas tiempo.

Volvióse a medias la enorme serpiente y vio el huevo sobre el suelo de la galería.

-¡Ah! ¡Dámelo! -dijo.

Puso Rikki-tikki sus patas una a cada lado del huevo, y con los ojos inyectados, contestó:

-¿Cuánto me dan por un huevo de serpiente? ¿Por una cobra chiquita? ¿Por una cobra de rey, menudita? ¿Por la última, la última de una nidada? Las hormigas se están ya comiendo las otras en el melonar.

Volvióse entonces en redondo Nagaina, olvidándose de todo por aquel único huevo; y Rikki-tikki vio cómo el padre de Teddy alargaba su fuerte y ancha mano, cogía al niño por un hombro, y, levantándolo por encima de la mesita y de las tazas del té, lo ponía fuera del alcance de Nagaina.

-¡Te he engañado! ¡Te he engañado! ¡Te he engañado! Rikk-tick-tick -dijo Rikki-tikki riendo-. El niño se ha salvado, y yo... \yo...\ ¡yo...\ soy la que cogí ayer noche por la capucha a Nag en el cuarto de baño.

Entonces comenzó a dar saltos con las cuatro patas a la vez y baja la cabeza, al ras del suelo casi.

-Me tiró por todos lados; pero no logró desprenderse de mí. Ya estaba muerta antes de que viniera el hombre grueso a hacerla pedazos. Yo lo hice. /RiJcfci-tiJcki-ticíc-ticíc.' ¡Anda, ven, pues, Nagaina! ¡Ven a luchar conmigo! Te aseguro que no te durará mucho el ser viuda.

Vio Nagaina que había perdido la ocasión oportuna de matar a Teddy, y, entretanto, el huevo continuaba en el suelo, entre las patas de Rikki-tikki.

-Dame el huevo -le dijo-. Dame el último que queda de mis huevos, y me marcharé, y no volveré nunca más. Y al decirlo bajaba la capucha.

-Sí, te irás y no volverás nunca, porque irás a parar al estercolero con Nag. ¡Defiéndete, viuda! El hombre grueso ha ido ya a buscar la escopeta. ¡Defiéndete, malvada!

Rikki-tikki saltaba alrededor de Nagaina, procurando únicamente mantenerse fuera del alcance de sus golpes, los ojillos reluciendo como dos ascuas. Replegóse Nagaina sobre sí misma y se lanzó contra ella. Rikki-tikki saltó en el aire, echándose hacia atrás. Una y otra vez atacó la serpiente, y su cabeza dio con sordo ruido contra la estera en la galería, y el cuerpo se enroscó luego como la espiral de un reloj. Entonces púsose a saltar Rikki-tikki, describiendo círculos para llegar a colocarse detrás de Nagaina, y ésta giraba en redondo para que su cabeza y la de su enemiga quedaran siempre frente a frente, con lo cual el ruido que sobre la estera producía su cola era como el de las hojas secas arrastradas por el viento.

No se acordaba ya del huevo. Allí quedaba aún sobre el suelo de la galena, y Nagaina iba acercándose más a él, hasta que, al fin, mientras Rikki-tikki se detenía para tomar aliento, lo cogió en la boca, volvióse hacia los escalones que daban acceso a la galería, y se lanzó como una flecha al estrecho caminillo, perseguida por Rikki-tikki. Cuando una cobra huye para salvar su vida en peligro, parece la punta de un látigo en el momento en que el carretero la hace chasquear sobre el caballo.

No se le ocultaba a Rikki-tikki que no tenía, entonces, más remedio que coger a la serpiente, porque, de lo contrario, todo su trabajo habría sido inútil y tendría que volver a empezar de nuevo. Dirigióse aquélla, en línea recta, hacia la hierba alta que crecía junto al espino, y al pasar corriendo oyó Rikki-tikki a Darzee que entonaba aún su estúpido himno triunfal. Pero la esposa de Darzee era más discreta que él. Arrojóse del nido en el instante mismo de pasar Nagaina, y empezó a revolotear sobre la cabeza de la serpiente. Si Darzee hubiera prestado también su ayuda, hubiera sido posible que la hicieran retroceder; pero entonces no hizo Nagaina más que bajar su capucha y seguir adelante. Sin embargo, el momento que perdió al hacer esto, permitió a Rikki-tikki acercarse más, y cuando la fugitiva se metió en la madriguera, semejante a la boca de un nido de ratas, en que ella y Nag solían vivir, los blancos dientes de su perseguidora se clavaron en la cola de Nagaina, y ambas entraron juntas en la madriguera... cosa que ninguna mangosta, por vieja y lista que sea, se atreve a hacer. En el agujero aquel reinaba completa oscuridad, y Rikki-tikki no sabía si se ensancharía de pronto, ofreciendo a Nagaina el espacio necesario para revolverse y morderla. Aguantó firme, y clavó las patas en el suelo para que hicieran de freno en la oscura pendiente de aquella tibia y húmeda tierra.

Luego, la hierba que crecía a la entrada del agujero dejó ya de moverse, y Darzee dijo:

-Todo ha terminado para Rikki-tikki. Entonemos himnos a su muerte. ¡La valiente Rikki-tikki ha muerto! Porque no hay duda de que Nagaina la matará allí, bajo tierra.

Así, pues, púsose a cantar una triste melodía que improvisó inspirado por la impresión del momento, y precisamente cuando llegaba a la parte más patética, movióse otra vez la hierba, y Rikki-tikki, cubierta de polvo, se arrastró pausadamente fuera del agujero, relamiéndose los bigotes. Darse callóse enseguida, dando un grito. Sacudióse un poco el polvo la valiente Rikki-tikki, y estornudó.

-Todo ha terminado -dijo-. Nunca más saldrá ya de aquí la viuda.

Y las hormigas rojas que viven entre los tallos de la hierba la oyeron, y comenzaron a ir en largas hileras a ver si era verdad lo que decía.

Rikki-tikki se enroscó sobre la hierba... y durmió, durmió hasta muy entrada la tarde, porque bien pesada había sido su labor aquel día.

Cuando llegó Rikki-tikki a la casa, Teddy, su madre (la cual estaba aún muy pálida, porque se había desmayado) , y el padre, salieron y casi derramaron sobre ella lágrimas de agradecimiento; y aquella noche comió cuanto le dieron hasta que ya no pudo más, -y entonces, llevada por Teddy sobre el hombro, fuese a la cama. Allí la encontró la madre del niño, cuando a última hora fue a verlo dormir.

-Ha salvado nuestra vida y la de Teddy -le dijo a su marido-. ¡Figúrate! Nos ha salvado a todos.

Rikki-tikki despertó entonces sobresaltada, porque todas las mangostas tienen muy ligero el sueño.

-¡Ah! ¿Sois vosotros? ¿A qué venís a molestarme? Todas las cobras están ya muertas; y si alguna quedara, para eso estoy yo aquí.

Tenía Rikki-tikki derecho a sentirse orgullosa de sí misma; pero no se ensoberbeció más de lo justo, y conservó el jardín como debe hacerlo una mangosta, defendiéndolo con los dientes, y a saltos, y de todos modos, hasta lograr que ni una sola cobra se atreviera a asomar la cabeza en el recinto cercado por las cuatro paredes.


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