GENIO ALEGRE, EL NIÑO VIOLINISTA


Érase una vez un pobre matrimonio que tenía trece hijos. Doce de ellos llevaban nombres que aquí parecerían extraños, pero que son muy frecuentes en los países del Norte: Cabezadura, Cuellotieso, Dedoslargos, y así por el estilo. Pero al llegar el momento de dar nombre al último de los hijos, ni el pobre padre ni su esposa pudieron hallar otro que mejor le cuadrara, dado el aspecto regocijado del chiquitín, que el de Genio Alegre, pues en verdad lo era.

Cuando este niño tuvo edad suficiente para cuidar de los rebaños de su padre, así lo hizo. Celebróse en esto una gran feria, a la cual acudió alegremente el país entero.

De todas partes vinieron mercaderes y feriantes. El pobre hombre, sobre quien pesaba la carga de tan numerosa familia, podía dar muy poco a sus hijos para que comprasen algo; pero, ya que no se celebraba la feria sino una vez cada siete años, abrió la bolsa de cuero en que guardaba sus ahorros, y dio a cada uno de los niños una moneda de plata.

Jamás se habían visto aquellos galopines dueños de tan crecida cantidad; y haciendo mil cálculos sobre qué comprarían con ella, se vistieron los trajes de los días festivos y se fueron con sus padres a la feria.

Era de admirar las muchas cosas que en aquellos días podíanse adquirir con una moneda de plata; y así sucedió que, antes de llegar la noche, doce de los trece niños habían gastado su dinero. Todos se habían feriado, menos Genio Alegre.

La razón por la cual conservaba éste todavía la moneda en el bolsillo era porque se había enamorado de un violín, y en la feria, ciertamente había muchos, pero ninguno que costase únicamente una moneda de plata.

Un puesto de violines, propiedad de un joven de un país lejano, tenía muchos compradores, porque sus violines eran hermosos y nuevos; en cambio, no lejos de allí, estaba sentado un hombrecillo de cabello gris, que aquel día había sido la risa de todo el mundo, porque no tenía en su puesto más que un violín de color oscuro y viejo y con todas sus cuerdas rotas.

-¿Quiere comprar un violín, señorito? -le dijo a Genio Alegre, al pasar éste junto a su puesto-. Se lo daré barato; por una moneda de plata lo vendo. Cuando se le arreglen las cuerdas, no se hallará otro mejor aunque se lo busque en todo el país.

Genio Alegre creyó que se le proponía una verdadera ganga. Por otra parte, siendo como era mañoso, podía remendar las cuerdas mientras guardaba el rebaño de su padre. Alargó, pues, la moneda al hombrecillo y se quedó con el violín.

-Ahora, señorito, si me ayuda a plegar mi tienda, le diré cosas muy interesantes sobre este violín. Es cierto que las cuerdas nunca podrán ser arregladas, ni podrán ponerse en él otras nuevas, a menos que sean hebras de hiladoras nocturnas, las cuales, si puede conseguirlas, le costarán una fortuna.

Genio Alegre se apresuró a reunirse con el resto de su familia, y juntos todos no tardaron en ponerse en camino para regresar a su casa. Al llegar a ella cada uno mostró lo que había comprado; Genio Alegre enseñó su violín, en medio de las risas de todos sus hermanos, por haber comprado semejante instrumento sin haber aprendido nunca música. Sus hermanas, particularmente, le preguntaban qué música podía tocar con las cuerdas rotas; y su padre le dijo:

-Has tenido muy poca prudencia en gastar la primera moneda que te ha llegado a las manos; me temo que no tendrás muchas más para gastar.

Genio Alegre procuró arreglar las cuerdas; pero, según le había dicho el hombrecillo al despedirse, no pudo ajustar ninguna.

Finalmente, habiendo perdido Genio Alegre todo el afecto de los suyos, exceptuando únicamente el de su madre, resolvió ir a buscar fortuna por el mundo.

Con esta intención, salió de su casa una mañana de estío, con el violín de las cuerdas rotas debajo del brazo.

Como entonces no había carreteras en el país, el niño atravesó campos y montañas, y después de haber descendido por aquel terreno escarpado, con mucho trabajo llegó a un estrecho valle, enteramente cubierto de retamas y de zarzas. Cansado de su larga caminata, Genio Alegre se detuvo pensando qué sendero escogería, cuando, por el camino del valle, vio llegar a un hombre, tres veces más alto y corpulento que cualquiera de los hombres del Norte.

Llevaba en sus hombros una pesada carga, y esta carga era un gran cesto lleno de polvo del camino.

-Oye, haragán -dijo el gigante, acercándose al niño-. Si tomas el camino del bosque, no sé lo que te pasará; pero si prefieres tomar este otro sendero, a llevar el cesto.

-Bien, abuelo -respondió Genio Alegre-. Usted parece estar cansado, y yo soy más joven que usted; si gusta, lo ayudaré a llevar la carga.

Apenas hubo hablado, cuando el hombrón le echó mano, sujetó a sus hombros una cuerda de las dos que tenía el cesto, y no dejó de reñirlo y de dirigirle imprecaciones, mientras anduvieron juntos por el pedregoso camino. El sendero era áspero y la carga pesada, pero Genio Alegre se puso a cantar una vieja canción que le había enseñado su madre. Por este tiempo habían entrado en el valle, y la noche se echaba encima, fría y os-

cura. El anciano no cesó de reñirlo, y Genio Alegre se dio cuenta de que estaban junto a una choza abandonada, a juzgar por la puerta, que estaba abierta de par en par. Detúvose aquí el anciano y soltó la cuerda de sus hombros y después la otra que sostenía Genio Alegre.

-Siete veces siete años -dijo- he llevado este cesto, y nadie hasta ahora me había ayudado a llevarlo cantando. ¿Dónde quieres dormir, junto al fuego de mi cocina, cómodamente, o en esta fría choza?

Genio Alegre creyó que ya había ido bastante tiempo en compañía del viejo, por lo cual contestó:

-En la choza, abuelo.

Entró Genio Alegre en la choza abandonada. El hogar parecía no haber tenido fuego en muchos años. No se veía ni un solo mueble. Pero el niño estaba muy cansado; acostóse en un rincón, abrazado a su violín, y se quedó dormido.

La tierra era dura y sus vestidos sutiles; pero, mientras duró su sueño, resonó un suave sonido de voces que cantaban y de ruedas que hilaban. Cuando abrió los ojos al día siguiente, Genio Alegre creyó haber estado soñando. Comió sólo la mitad de una riquísima torta, bebió agua pura y fresca de un arroyo cercano, y salió a ver el valle.

Estaba éste lleno de gente, y todos los hombres parecían muy ocupados en sus casas, en los campos, en los molinos y en las fraguas. Los unos golpeaban sobre el yunque y los otros cavaban; las mujeres lavaban y fregaban; hasta los niños trabajaban sin descanso; y Genio Alegre no oyó una palabra ni una risa salida de los labios de aquellos trabajadores. Todos los semblantes parecían preocupados y tristes, y si alguna palabra se pronunciaba, era acerca del trabajo o de los granos.

Esto maravilló tanto más a Genio Alegre por parecerle muy rica toda aquella gente.

Las mujeres fregaban vestidas de seda, los hombres cavaban con trajes de grana. En todas las casas se veían cortinas carmesí, pavimentos de mármol, anaqueles con copas de plata; pero sus dueños en nada de esto parecían complacerse; todo el mundo trabajaba como si lo hicieran para ganarse la vida.

Levantábase en medio del valle un majestuoso castillo. Estaban abiertas las puertas, y Genio Alegre se aventuró a entrar por ellas. En la torre más elevada de este castillo, en donde se trabajaba como en todas partes, vio a una noble señora sentada junto a la ventana, desde la cual dominábase todo el valle. Vestía ricamente, pero su vestido era de un color pardo ingrato. Sus cabellos eran grises; su mirada triste y sombría. Alrededor de ella estaban sentadas doce doncellas, hilando una vieja rueca. La dama hilaba con tanto ahínco como ellas, pero todo el hilo que hacían era como el azabache.

Nadie, ni dentro ni fuera del castillo habló a Genio Alegre ni contestó a sus preguntas; todos estaban ocupadísimos. Todo el día anduvo Genio Alegre vagando de acá para allá con su violín de cuerdas rotas, y todo el día vio al gigante dar vueltas y más vueltas por el valle con su carga de polvo a cuestas.

Al anochecer, Genio Alegre encontró al anciano junto a la choza.

-Abuelo -le preguntó-, ¿en que juegos se entretienen los habitantes de este valle?

-¡ Juegos! -exclamó el anciano muy iracundo-, en la tierra de la dama triste no hay juegos.

Aquella noche el niño no durmió tan bien, pero no pudo dudar de que junto a él habían estado cantando e hilando toda la noche.

Al otro día, que amaneció encapotado y nebuloso, el niño observó la misma laboriosidad dondequiera que volvió los ojos, y el anciano gigante hizo su ronda acostumbrada con su cesto de polvo al hombro. Genio Alegre anduvo hasta llegar al extremo del valle.

Aquí no vio ya gente trabajando; la tierra era estéril y solitaria y estaba circundada de rocas, tan altas y escarpadas, como si fueran los muros de un castillo. No había ningún sitio por donde salir, a excepción de una gran puerta de hierro asegurada con un candado. Junto a ella veíase una tienda blanca, y a su puerta, un soldado manco de elevada estatura, fumando una gran pipa. Éste era el primer hombre que el niño vio desocupado en el valle. Como su semblante le inspirase confianza, le dijo Genio Alegre:

-Señor soldado, ¿tenéis a bien decirme qué país es éste y por qué trabajan tanto sus moradores?

-Sosténme la pipa, y te lo diré -respondió el soldado-, porque ningún otro gastará el tiempo en ello. El valle pertenece a la señora de aquel castillo que se ve allá abajo, y a quien siete veces siete años ha llamado la gente la Señora Triste. En su juventud tenia otro nombre, se llamaba la Señora Pocoimporta, y entonces el valle era el lugar más bello de todos los países del Norte. Brazos Largos, el último gigante, guardaba el bosque de pinos y cuando no dormía al sol, cortaba troncos.

Dos rubias doncellas vestidas de blanco venían de noche, con sus ruecas de plata al hombro, e hilaban hebras de oro junto al hogar de todas las chozas. La gente pasaba entonces ratos muy alegres. Pero ahora todo ha cambiado, sin que nadie sepa cómo, porque los viejos que lo recordaban han muerto. Dicen algunos que es por un anillo mágico que cayó de los dedos de la dama; lo atribuyen otros a un manantial del patio del castillo que se secó. Sea lo que fuere, la dama se convirtió en la Señora Triste. Las hadas huyeron; el gigante Brazos Largos envejeció y se cargó a los hombros un gran cesto lleno de polvo, y ya no se vieron más hiladoras nocturnas. Dícese que esto durará hasta que la Señora Triste arroje el huso y baile; pero todos los violinistas del Norte han probado sus piezas más alegres sin el menor éxito.

-Si pudiera arreglar mi violín, de seguro haría yo desaparecer esta tristeza -dijo el niño-, y luego se fue a dormir a la choza abandonada.

Era tarde cuando llegó cerca de la choza abandonada. Brillaba la Luna que se ofrecía llena de atractivos, disipada ya la niebla que había reinado durante el día. Pensó Genio Alegre que aquélla era buena ocasión para procurar escapar del valle. No había nadie por allí cerca, ni se veía huella de gigante alguno; pero al llegar el niño a la encrucijada, encontró al gigante que estaba casi dormido. Quiso Genio Alegre pasar sin ser notado; mas Brazos Largos se despertó y lo persiguió a pedradas un buen rato.

El niño tuvo buen cuidado de correr para no ser alcanzado por el gigante.

Cuando llegó a la choza la vio abierta todavía y bañada por la luz de la Luna; pero junto al hogar sin lumbre estaban sentadas dos hadas vestidas de blanco, hilando en sus ruecas de plata y cantando juntas, como las alondras en una mañana de mayo. Genio Alegre hubiera querido pasarse la noche oyendo aquellos cantos; mas pensando de repente que las hadas debían de ser las hiladoras nocturnas, cuyas hebras servirían para arreglar su violín, les dijo:

--Dignas señoras. Les suplico se sirvan dar a un pobre niño unas hebras para arreglar su violín.

-Por siete veces siete años -dijeron las hadas- hemos hilado de noche en esta choza desierta, sin que ningún mortal nos haya visto ni hablado. Ve, recoge leña por todo este valle y enciéndenos fuego en este frío hogar, y cada una de nosotras te dará una hebra para calmar tus inquietudes. El niño tomó su violín y se fue por todo el valle a recoger leña a la luz de la Luna; pero eran tan cuidadosos los habitantes del país de la Señora Triste, que apenas pudo encontrar alguno que otro tronco seco, y la Luna se apagó antes de que Genio Alegre hubiera podido regresar a la choza con un hacecillo. La puerta continuaba abierta, y las hadas con sus ruecas de plata habían desaparecido; pero con gran sorpresa vio que en el lugar en donde estaban sentadas había dos hebras de oro. El muchacho amontonó primero la poca leña que llevaba, a fin de tenerla preparada para cuando volviesen las hadas a la noche siguiente, y luego tomó las hebras de oro, decidido a componer su violín. Entonces acabó de convencerse de lo que le había dicho el viejo que le vendió el violín en la feria, pues apenas hubo sujetado las dos cuerdas por medio de una hebra de oro, quedaron firmes. Más todavía; el viejo y deslucido instrumento empezó a ponerse reluciente, hasta que al fin se hizo de oro. Se puso tan contento el niño al ver esta maravilla, que, sin acordarse de que no sabía música, se empeñó en tocar, y al hacerlo, no bien hubo tocado las cuerdas con el arco, empezó el violín a tocar por sí solo la misma tonadilla que cantaban juntas las hadas hilanderas de la noche anterior.

-Algún obrero suspenderá su trabajo para oír esta música -se dijo Genio Alegre; y se marchó por el valle con su violín.

La música llenaba el aire; el atareado pueblo la escuchó, y no hubo día como aquél en el país de la Señora Triste. Los hombres dejaban sus rústicas faenas, las mujeres sus quehaceres domésticos, los niños sus tareas, y todos permanecían silenciosos y como deleitados mientras pasaba Genio Alegre tocando su violín. Cuando llegó al castillo de la Señora Triste, quedó detenida en las manos de la dama la rueca con que hilaba. El niño tocó desde el atrio, y subiendo la escalera, y al llegar más cerca de la dama, ésta arrojó la rueca y empezó a bailar con gran entusiasmo. Todas sus doncellas hicieron lo mismo, y al paso que bailaba, la señora se rejuvenecía. Trajéronle sus vestidos blancos y de color cereza, que acostumbraba ponerse en su juventud, y ya no fue la Señora Triste, sino la Dama Poco-importa, de rientes ojos.

Un grito de alegría resonó en todo el valle. Brazos Largos arrojó de sus hombros el cesto de polvo y se echó a dormir al sol. Aquella noche las hadas danzaron en la cima de las montañas, y se vieron en todos los hogares las hilanderas nocturnas. Todo el mundo alabó a Genio Alegre y a su violín; y cuando llegaron a oídos del rey estas admirables noticias, nombró a Genio Alegre primer violinista, cargo de gran jerarquía.


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