EL PATITO FEO


Transcurría el verano, y el campo estaba muy hermoso; las espigas de trigo presentaban un matiz dorado magnífico: la avena estaba verde, y el heno se levantaba en los prados en montones olorosos; la cigüeña recorría los campos con sus largas patas rojas, hablando en egipcio, lengua que había aprendido en sus viajes. Alrededor de los campos y de las praderas extendíanse grandes bosques, cortados por lagos profundos. Ciertamente, estaba hermoso el campo. Los rayos del sol bañaban con brillo esplendente una antigua posesión rodeada de murallas y de anchos fosos, y grandes hojas bajaban desde la pared hasta el agua: eran tan altas, que los niños podían ocultarse allí sin que los viesen, y entre ellas se podía encontrar una soledad tan silvestre como en medio del bosque. En uno de los sitios más reservados de aquel recinto había establecido su nido una pata, y allí incubaba sus huevos, impaciente por verlos convertidos en pollos. Apenas recibía visitas de nadie, porque a las demás patas les parecía más agradable nadar en los fosos que ir a las hojas a hablar con ella.

Transcurridos algunos días, los huevos comenzaron a romperse, unos después de otros; oíase en su interior un pi-pi: eran los patitos, que ya vivían y estiraban el pescuezo hacia afuera.

-¡Rip-rip, rap-rap! -dijeron después, con entusiasmo, haciendo todo el ruido que podían.

Andaban por un lado y otro entre las hojas verdes, y la madre los dejaba, porque sabía muy bien que el verde alegra la vista.

-¡Qué grande es el mundo, mamá! -dijeron los recién nacidos desde el sitio en que se hallaban al salir del blanco cascarón.

-¿Os figuráis acaso que el mundo concluye aquí? -dijo la madre-. ¡Oh, no! Se extiende mucho más lejos por el otro lado del jardín, hasta los campos del señor alcalde; pero yo nunca he ido hasta allí. ¿Estáis ya todos aquí? -añadió, levantándose y mirando a todas partes con inquietud-. No, el huevo más grande no se ha movido; y lo siento, porque va tardando ya demasiado, y os aseguro que me he fatigado bastante.

Y sin disimular su disgusto volvió a cubrir el huevo que faltaba.

-¿Qué tal va eso, compañera? -le dijo una pata ya anciana que fue a hacerle una visita.

-Ya habría salido de penas si no fuese por este huevo, que está haciéndome pasar las mayores fatigas del mundo para ponerlo en disposición de romper. Vea usted los otros que han salido ya del cascarón. ¿No es verdad que son los patitos más gallardos que se han visto nunca? Todos se parecen de una manera notable a su padre; pero el muy pícaro hace ya algunos días que no aparece por su casa, y todavía no los conoce.

-Vamos a ver ese huevo que se empeña en no romper -dijo la vieja-. ¡Ay, hija mía! -añadió enseguida-. ¡La han engañado a usted! Este huevo no es suyo: es un huevo de pava. También me engañaron a mí una vez, como a usted, y sufrí mucho con el huevo que me habían endosado, porque todos esos hijos postizos tienen horror al agua. Nunca pude hacer al mío que entrase en ella. Aunque me empeñaba en quitarle el miedo y lo empujaba, nada pude conseguir. Déjeme usted que lo vea otra vez. Sí, no me cabe duda; ¡es un huevo de pava! Déjelo usted ahí, y enseñe cuanto antes a nadar a los otros, a sus verdaderos hijos, que son los únicos que deben interesarle.

-No: ya que me ha hecho perder tanto tiempo, bien puedo emplear en cubrirlo un día o dos más -respondió la joven ánade.

-Creo que hace usted una tontería -contestó la vieja.

Y se fue.

Por fin, al cabo de dos días, rompió el gran huevo. -¡Pi-pi! -gritó el pequeño.

Y salió.

¡Qué grande y qué feo les pareció a todos! La pata lo miró con marcado desprecio y dijo:

-¡Qué patazo tan deforme! No se parece a ninguno de nosotros. ¿Será realmente un pavo? Fácil será conocerlo: si es un pavo, no querrá entrar en el agua cuando lo lleve con mis hijos a nadar.

Al día siguiente hacía un tiempo hermoso: el sol resplandecía sobre las verdes hojas del bosque. La madre de los patos se encaminó con toda su familia al foso. Al llegar al agua, ¡pías!, saltó y exclamó enseguida:

-¡Rap-rap!

Y todos sus pequeñuelos se hundieron en el agua uno después de otro. El agua se cerró sobre su cabeza; pero en breve reaparecieron y nadaron con rapidez. Movían muy bien las piernas, y todos, hasta el mismo patazo gris, tan grande y feo, dieron muestras de regocijo en el agua.

-¡Ya no cabe duda! ¡Éste no es pavo -dijo la madre-. Se sirve con mucha habilidad de sus piernas, y se mantiene muy derecho. Bien podrá ser que sea hijo mío, pues no es tan feo cuando se lo mira muy de cerca. ¡Rap-rap! Venid ahora conmigo: vais a hacer vuestra entrada en el mundo, y voy a presentaros en el corral de los patos. Pero os advierto que no habéis de separaros de mí, para que no os pisen, y que habéis de tener cuidado con el gato.

Todos entraron, en fila india, en el corral de los patos.

Oíase allí gran ruido. Dos familias se disputaban una cabeza de anguila, y, por último, fue el gato quien se la llevó consigo.

-Esto parece extraño; pero así suceden las cosas en el mundo -dijo la pata estirando el pico y tratando de disimular su despecho, porque también ella había querido coger la cabeza de anguila-. Muchas veces disputan dos familias la posesión de unos bienes, entran en pleitos, y los abogados, los escribanos y los procuradores se lo comen todo.

Quedóse la pata un momento pensativa después de hacer estas juiciosas reflexiones.

-Ahora moved las piernas -añadió volviéndose hacia los patitos-; poneos así, y saludad a aquel pato anciano que está allá abajo. Es el más distinguido de todos los que hay aquí. Es de raza española, y por eso está tan gordo. Reparad bien en la cinta roja que rodea su pierna: es una cosa magnífica, y la mayor distinción que se puede conceder a un pato. Significa que no quieren perderlo y que lo señalan para que se lo conozca entre todos, así por los animales, como por los hombres. ¡Ea; poneos bien! No metáis los pies hacia dentro: un pato de buena educación mueve los pies como es debido. Mirad cómo los echo yo hacia afuera. Inclinaos, hijos míos, y decid: ¡Rap!

Los jovencillos obedecieron, y los demás patos que los rodeaban los miraban y se decían por lo bajo:

-¡Vaya! ¡Ya vienen más, como si no fuéramos bastantes! ¡Vaya, vaya! ¿Qué pato tan feúcho es éste que viene aquí? ¡No lo queremos!

Y, ni tardo ni perezoso, un gran pato voló hacia él, se le echó encima y lo mordió en el pescuezo. El pobre animal dio un graznido de dolor.

-¡Dejadlo en paz! -dijo la madre-. ¡No se mete con nadie, y está mal hecho tratarlo así!

-Verdad es -dijo el que lo había mordido-, pero es tan grande y tan ridículo ese patazo, que me dan ganas de volver a morderlo más fuerte aún.

-¡Tiene usted muy lindos hijos, señora! -dijo el viejo pato de la cinta encarnada-. Todos son muy gallardos, menos ése: está contrahecho, y es una lástima que no pueda usted embellecerlo un poco.

-Eso es imposible -dijo la pata-. No es hermoso: tiene usted razón; pero es obediente y humilde, nada de un modo maravilloso, y hasta me atrevería a decir que mejor que los otros.

Creo que cuando crezca se hará muy bonito y que con el tiempo se reformará. Ha estado muchos días en el huevo, y, probablemente, consistirá en eso su fealdad.

Mientras hablaba de ese modo, lo atrajo suavemente por el cuello y alisó su plumaje.

-Por lo demás -añadió-, es un pato, y la belleza no le hace tanta falta: si fuese hembra, ya sería otra cosa. Tiene aspecto de robustez, y puede ser que andando el tiempo haga suerte en el mundo. En fin, si éste es feo, los otros son gallardos. Ahora, hijos míos, podéis correr con la misma confianza que si estuvieseis en casa; y si encontráis una cabeza de anguila, traédmela enseguida.

En efecto; los patitos se portaron lo mismo que si estuvieran en su casa.

Pero el pobre pato que había salido el último del huevo estaba acobardado y receloso, pues en vez de inspirar compasión por su fealdad, fue mordido, burlado y atropellado, no sólo por los patos, sino por las gallinas.

-¡Es muy grande, y feo como un demonio; no debe alternar con nosotros -decían todos.

Y el gallo de Indias, que había venido al mundo con espolones y se creía emperador, se infló como se inflan todas las velas de un navío, y marchó derecho hacia él con gran furor y rojo de cólera hasta los ojos. El pobre pato no sabía si debía quedarse o-marchar, y sufrió un picotazo •espantoso; entonces sintió profunda pena, no sólo por el dolor, sino por ser tan feo y por las burlas que hacían de él todos los patos del corral.

El primer día sucedió todo esto; pero en los siguientes continuaron las cosas de mal en peor. El pobre pato fue hostigado en todas partes: hasta sus mismos hermanos eran malos con él, y repetían a cada paso: “¡Ojalá te devorase el gato, horrible criatura!”; y la madre, influida al fin por las burlas de todos, le decía: “¡Quisiera que te fueras muy lejos y no volvieses!” Los patos lo mordían, las gallinas lo picaban, y la mujer que daba de comer a los animales lo rechazaba sistemáticamente con el pie.

Entonces el pobre animalito se escapó y tomó vuelo por encima del seto. Los pajarillos que estaban en los brezos volaron espantados. “¡Muy feo debo de ser cuando así me tratan! -pensó el pato-. Pero mi corazón no es malo y a nadie quiero perjudicar”. Cerró los ojos, y continuó su camino. Así llegó a un gran pantano que habitaban los patos silvestres. Allí durmió durante la noche, muy triste, muy cansado, y muy hambriento.

Al día siguiente, cuando los patos silvestres se levantaron, vieron con sorpresa a su nuevo compañero.

-¿Quién es este mamarracho? -se dijeron extrañados.

El pato se volvió hacia todas partes y saludó con toda la gracia posible; pero su saludo resultó grotesco.

-¡Puedes estar orgulloso de ser el primero de los feos! -dijeron los patos silvestres; pero eso nos es igual, porque ya comprenderás que no has de casarte con nadie de nuestra familia.

¿Qué había de pensar el desgraciado en casarse, si sólo pedía permiso para dormir en las cañas y beber el agua de la laguna? Se lo concedieron a regañadientes, y así pasó dos días, hasta que llegaron a aquel sitio dos ánades silvestres. Aún no habían visto mucho mundo, y eran muy traviesos y, también, muy insolentes.

-Oye, compañero -dijeron los recién venidos-: eres tan feo y tan ridículo, que tendríamos mucho gusto en llevarte con nosotros. ¿Quieres acompañarnos y ser ave de paso? Aquí cerca, en la otra laguna, hay aves silvestres preciosas, casi todas señoritas, y que saben cantar muy bien. ¿Quién sabe si alguna de ellas se encaprichará de ti y harás fortuna, a pesar de tu horrible fealdad?

De pronto se oyeron dos detonaciones y los dos ánades silvestres cayeron muertos en los cañaverales. El agua se puso roja con la sangre.

Entonces las bandadas de aves silvestres que estaban entre las cañas se elevaron llenas de espanto, y se oyeron algunos tiros. Se efectuaba una gran cacería: los cazadores estaban apostados alrededor de la laguna, y hasta algunos se habían subido a las ramas de los árboles que se adelantaban por encima de los juncos. Vapores azulados, parecidos a nubéculas, salían de entre los árboles sombríos extendiéndose sobre el agua; enseguida llegaron los perros a la laguna, paso a pasito para que no los oyeran, y los juncos y las cañas se inclinaron hacia todos lados. ¡Qué espanto para el pobre patito feo! Encogió la cabeza para ocultarla bajo las alas; pero al mismo tiempo vio delante de sí un perrazo de aspecto espantoso: su lengua colgaba fuera de la boca, y sus ojos feroces centelleaban de crueldad. El perro volvió la boca hacia el pato, le enseñó sus dientes puntiagudos, y cuando el patito se daba ya por muerto, el perrazo se volvió a otro lado y se fue muy lejos, sin tocarlo. Sin duda, le pareció también demasiado feo; pero preciso es confesar que en este caso la fealdad del patito le salvó la vida: lo que prueba que todas las cosas malas tienen su lado bueno.

-¡Gracias a Dios -murmuró el pato-, mi deformidad, que tantas burlas me cuesta, ha servido para que no quiera morderme el perro!

Y quedó en silencio, mientras los perdigones silbaban al través de los juncos y mientras los tiros se sucedían sin descanso. Hacia el anochecer cesó el tiroteo; pero el pobre patito no se atrevió a levantarse. Esperó algunas horas, miró a su alrededor, y se escapó de la laguna tan pronto como pudo. Pasó por encima de los campos y de las praderas; pero una tempestad furiosa le impidió proseguir la marcha.

Ya muy entrada la noche llegó a una miserable choza de campesino, tan vieja y arruinada, que no sabía de qué lado caerse, y quizá por eso seguía en pie. La tormenta soplaba con tal violencia alrededor del pato, que se vio obligado a detenerse en la choza. Todo iba de mal en peor.

Entonces reparó en que a una puerta le faltaban los goznes, y que podía por un pequeño agujero penetrar en lo interior de la choza: esto fue lo que finalmente hizo.

Allí vivía una viejecita muy pobre sin más compañía que un gato y una gallina. El gato, al que mimaba mucho, sabía redondear el lomo e hilar la rueca; sabía también echar chispas siempre que se le frotaba convenientemente el lomo a contrapelo y en un sitio oscuro. La gallina tenía muy cortas las piernas, por lo cual había merecido el nombre de Patas cortas. Ponía huevos muy frescos, y la viejecita la quería y la cuidaba mucho.

Cuando amaneció al día siguiente, la gallina y el gato notaron la presencia del pato, que se había refugiado allí huyendo de la tormenta. El gato comenzó a gruñir, y la gallina a cacarear, porque los animales suelen ser muy envidiosos.

-¿Qué sucede? -dijo la anciana mirando a su alrededor.

Pero como tenía la vista muy débil, creyó que el nuevo animalito era un gran pato que se había extraviado.

-¡Ya tengo una nueva presa! -dijo-. ¡Ahora podré comer huevos de pata, suponiendo que éste no sea un pato! En fin, ¡ya veremos'

Esperó durante tres semanas; pero no llegaban los huevos. En aquella casa podía decirse que el gato era el señor, y la gallina la señora; así es que tenían la costumbre de decir: “Nosotros y el mundo”, porque se figuraban que ellos solos componían la mitad, y hasta la mejor mitad del mundo: lo que prueba que hay animales tan vanidosos como algunas personas. El pato se permitió decir que había exageración en aquel modo de pensar; pero esto disgustó no poco a la gallina.

-Vamos a ver; ¿sabes poner huevos? -le preguntó ésta.

-No.

-¡Pues si no sirves siquiera para eso, no te toca más que oír y callar!

Y el gato le preguntó a su vez:

-¿Sabes inflar el lomo? ¿Sabes hilar la rueca y hacer que salgan chispas de tu pelo cuando te froten en la oscuridad?

-No.

-Entonces, no tienes derecho para atreverte a manifestar tu opinión cuando las gentes razonables están hablando. ¡Calla y escucha, que así aprenderás!

Avergonzado el pobre pato, se acostó tristemente en un rincón; pero de pronto un aire vivo y la luz del sol penetraron en la habitación, y esto le dio tan gran deseo de nadar en el agua, que no pudo menos de decírselo a la gallina.

-¡Vaya una ocurrencia! -contestó ésta-. ¡No tienes que hacer y no se te ocurren más que majaderías y quimeras! ¡Pon huevos como yo, o haz rum rum, como el gato, y verás cómo se te pasan esos caprichos!

-Sin embargo, ¡es tan hermoso nadar en el agua! -dijo el pato-. ¡Si vieras qué felicidad más grande es sentir el agua sobre la cabeza y sumergirse hasta el fondo!

-¡Valiente diversión! -repuso la gallina-. ¡Yo creo que te has vuelto loco! Pregunta al gato Marramaquiz, que es el ser más razonable que conozco, si es bueno eso de nadar o hundirse en el agua. Pregunta a nuestra anciana ama. Nadie en el mundo tiene más experiencia que ella. ¿Piensas tú que tiene deseos de nadar o de sentir el agua sobre su cabeza?

-Señora gallina, creo que usted no me entiende.

-¿Qué no entiendo? ¡Miren el presuntuoso! ¿Y quién te comprenderá, entonces? ¿Te creerás más instruido que yo, que Marramaquiz y que nuestra querida ama?

-No hablo de mí solo; hablo de todas las aves de mi especie.

-¡No seas orgulloso, jovenzuelo, y agradece mucho al Creador el bien que te ha concedido! Has llegado a una casa muy bien abrigada; has encontrado una sociedad ilustrada, culta y distinguida que podría aprovecharte, y te metes a hacer razonamientos ridículos, con los que te pones insoportable. ¡Es muy enojoso vivir contigo! Créeme: te aprecio de veras. Sin duda, te parecerá desagradable lo que te digo; pero en eso se conocen los amigos verdaderos. Sigue mis consejos: trata de poner huevos o de hacer rum, rum, como el gato.

-Creo que lo que me será más ventajoso y cómodo será marcharme a dar una vuelta por el mundo -replicó con calma el pato.

-Como tú quieras -dijo la gallina-; nada perderemos en ello.

Y el pato se fue a nadar y a sumergirse en el agua; pero todos los animales le hicieron mil desprecios, a causa de su fealdad.

Llegó el otoño: las hojas de los árboles del bosque “e pusieron amarillas y secas; el viento las arrancó y las hizo dar mil volteretas. Allá arriba, en los aires, hacía mucho frío: pesadas nubes se inclinaban hacia la tierra, cargadas de granizo y de nieve. Hasta los mismos cuervos graznaban de frío: tanto era el que hacía. Las personas, aunque fueran muy abrigadas, tiritaban de frío. El pobre pato no estaba, en verdad, muy satisfecho con aquella temperatura.

Una tarde que el sol se ponía entre nubéculas rojas, una multitud de aves muy grandes salió de entre las zarzas. El pato nunca había visto animales tan hermosos: eran de una blancura resplandeciente, y tenían el pescuezo largo y flexible. Eran cisnes. El sonido de su voz era un graznido muy particular: extendieron sus largas y brillantes alas para ir muy lejos de aquella tierra a buscar, en los países cálidos, lagos en que no hubiese hielo. Subían tan alto, tan alto, que el pobre pato feo sintió por primera vez en su vida algo parecido a la envidia: se revolvió en el agua como una rueda, levantó el cuello y lo extendió en el aire hacia los cisnes viajeros, dando un grito tan singular y tan agudo, que tuvo miedo de sí mismo. No podía olvidar aquellas magníficas y felices aves. Tan pronto como dejó de verlas, se sumergió hasta el fondo, y cuando subió a la superficie, estaba como fuera de sí. No sabía cómo se llamaban aquellas aves, ni a dónde iban; pero, sin embargo, sentía hacia ellas un cariño que hasta entonces no había sentido por nadie. Estaba muy triste; porque, ¿cómo podía soñar siquiera en ambicionar para él una belleza tan perfecta? ¡Habría sido tan feliz si los patos hubieran consentido en soportarlo a su lado! Pero se burlaban despiadadamente de su fealdad.

Seguía en tanto deslizándose el invierno, que era cada vez más frío, hasta el punto de que el agua se helaba en las fuentes; y el pato, cuando nadaba en la superficie del agua, tenía miedo de que se helase de pronto. Cada noche el agujero en que nadaba iba haciéndose más estrecho. Helaba tanto, que se oía rechinar el hielo. El pobre patito no tenía más remedio que mover continuamente las patas, para que el agujero no se cerrase a su alrededor. Pero llegó un momento en que se sintió extenuado de fatiga: se detuvo para cobrar fuerzas, y se quedó aprisionado por el hielo. Un frío glacial se apoderó poco a poco del pobre animalito, hasta que, finalmente, se aletargó.

A la mañana siguiente pasó un labrador por la orilla, y vio lo que sucedía. Se adelantó, rompió el hielo, y llevó el pato a su casa para dárselo a su mujer y preparar con él un guiso, pues lo creía muerto. Pero con el calor de la casa el pobre animalito volvió a la vida.

Entonces los niños pidieron a sus padres que no lo mataran, porque querían jugar con él; pero el pato, creyendo que iban a hacerle daño, se tiró lleno de miedo en medio del caldero de la leche, de manera que hizo saltar ésta en la habitación. Entonces la mujer empezó a golpearlo encolerizada y el pato, lleno de terror, se refugió en la mantequera, y de allí en el artesón de amasar, que estaba junto a la ventana. Desde allí tomó vuelo y se escapó afuera.

Entonces fue cuando quisieron matarlo de veras. Llena de furia la dueña de la casa, corría tras él y quería golpearlo con las tenazas; los niños se lanzaron al estercolero para coger al pobre animal. Reían y daban gritos, y fue una gran suerte para el pato haber encontrado la puerta abierta y poder esconderse entre las ramas, en la nieve: allí se ocultó muy cansado y con el corazón palpitante de angustia.

Difícil y larga tarea sería contar todas las miserias y todos los trabajos que tuvo que sufrir el pobre animal durante aquel invierno tan terrible.

Comía muy poco y dormía en la laguna, entre los juncos; pero al fin llegó un día en que el sol comenzó a tomar su brillo y su calor. Las alondras cantaban de alegría; toda la Naturaleza renacía a una existencia nueva. Anunciábase una primavera deliciosamente grata.

Entonces el pato pudo confiarse tranquilo al vigor de sus alas, que batían el aire con mucha más fuerza que en otro tiempo, y eran ya bastante grandes y sólidas para llevarlo muy lejos. Remontó el vuelo y no tardó en llegar a un gran jardín, en el cual los árboles frutales estaban en flor, y el saúco esparcía su perfume e inclinaba sus largas ramas verdes más allá de las tapias. ¡Qué hermoso era aquel sitio, y qué espléndida comenzaba a reinar la primavera!

Estaba embelesado el pato en la contemplación del jardín, cuando vio salir de las profundidades del bosque tres cisnes blancos y magníficos. Batían con arrogancia las alas, y se pusieron a nadar majestuosamente sobre el agua. El pobre patazo feo reconoció a aquellas hermosas aves, y se sintió presa de honda melancolía.

-¡Yo no puedo resistir más: me voy con ellos! -se dijo-. Me matarán, por haberme atrevido yo, tan feo, a ponerme a su lado; pero al fin, ¡ha sido tan triste mi vida! ¡Más vale ser muerto por esas soberbias y preciosas aves que ser mordido por los patos, picado por las gallinas, empujado con el pie por las mozas del corral, y sufrir, desamparado y solo, las miserias del invierno!

Entró resueltamente en el agua, y salió al encuentro de los cisnes. En cuanto éstos lo vieron, se precipitaron hacia él con las plumas levantadas.

-¡Matadme! -dijo con tono de resignación el pobre animal; e inclinó humildemente la cabeza hacia la superficie del agua, esperando la muerte, que había de poner fin a su prolongado martirio.

Mas, ¡oh sorpresa! ¡Oh encanto! ¿Qué era lo que veía en el agua transparente? Vio su propia imagen debajo de él; pero no era ya un ave mal hecha, de color gris negruzco, fea y repulsiva, sino que era un cisne, un cisne hermosísimo.

¿Qué importa haber nacido en un mísero corral, cuando se ha salido de un huevo de cisne?

El dichoso animal olvidó en un momento todos sus sufrimientos y todas sus penas: por la primera vez entonces gozaba de inmensa felicidad viendo la magnificencia que lo rodeaba y a los grandes cisnes que nadaban a su lado y lo contemplaban con admiración, acariciándolo con el pico.

Llegaron al jardín unos niños que echaron pan y granos de trigo en el agua. El más pequeño de entre ellos gritó: “¡Hay otro nuevo!”; y los demás niños lanzaron alegres exclamaciones: “Sí, sí, es verdad; hay otro nuevo, y más hermoso que los demás”; y saltaban en la orilla, palmoteando y ofreciéndole pan. Después corrieron a dar la noticia a su padre y a su madre, y volvieron llevando más pan y pasteles. Se decían unos a otros: “¡El nuevo es el más bonito! ¡Es muy joven! ¡Qué hermoso y qué blanco es!”

Y los cisnes viejos le dirigían mil lisonjas en su lenguaje.

Entonces el pato feo, como antes lo llamaban, se sintió avergonzado, y ocultó la cabeza bajo un ala: no sabía cómo estar, porque aquella felicidad era demasiado grande para él. Pero no era orgulloso, porque un buen corazón no se entrega nunca a las pequeñeces de la vanidad. Recordaba la manera como había sido perseguido e insultado en todas partes, y ahora oía decir que era el más hermoso entre aquellas magníficas aves. Los lindos arbustos del jardín inclinaron sus ramas hacia él, y el sol esparció a su alrededor una luz caliente y bienhechora. Entonces las plumas del cisne se ahuecaron, su cuello airoso y flexible se levantó, y del corazón de la hermosa ave salió este grito:

-¡Cómo me habría atrevido a soñar con tanta felicidad cuando no era más que un pato feo!


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