LAS TRES NOCHES EN EL CASTILLO ENCANTADO


Hubo un verano en España de terrible sequía y, cuando llegó el otoño, la cosecha fue nula. Numerosos campesinos recorrían el país en busca de trabajo y comida, y entre ellos se encontraba un garrido muchacho, cuyo nombre era Juan López. Sus padres habían muerto, y como su amo estaba arruinado, el infeliz encontróse sin hogar donde cobijarse.

Medio desfallecido de hambre, llegó Juan una noche a la ciudad de Granada, y al no hallar mejor alojamiento, tendióse a dormir sobre la hierba que crecía entre las ruinas de un antiguo castillo moruno. Mas, apenas cerró los ojos, sintió que le tocaban en el hombro, y mirando sobresaltado, vio una mano que sostenía una vela encendida, y que le hacía señas como para que le siguiese; el pobre Juan, que se hallaba muerto de hambre, fue detrás de la mano, curioso de la aventura que comenzaba.

Condújole la mano a un espléndido salón, en cuyo centro había una mesa cubierta de manjares exquisitos, a la cual sentóse Juan, loco de alegría, y hartóse de comer. La mano entonces hízole señas de nuevo, y lo guió a una habitación lujosísima, en la que se veía un lecho regio. Despojóse Juan de sus harapos, vistió un traje de dormir de pura seda que halló entre un montón de magníficos vestidos, y acostándose en la cama, se quedó profundamente dormido.

Cuando dieron las doce los relojes de Granada, despertóle la mano, y oyó una voz melodiosa que le decía:

-Juan, has dado al seguirme pruebas de poseer un gran valor. Eres la primera persona que se ha atrevido a ello. ¿Quieres mostrarte ahora más valiente todavía, y librar a una joven desvalida y sin ventura del encantamiento que sufre?

-¿Qué debo hacer? -dijo Juan.

-Debes permanecer en esta cama por espacio de tres días y tres noches -respondióle la voz-, sin moverte ni gritar por mucho que te hagan.

-Muy bien -respondió el joven-; lo intentaré.

La primera noche vino una caterva de espíritus, provistos de garrotes y apalearon al desdichado Juan hasta no dejarle hueso sano en el cuerpo. Pero, al llegar el día, apareciósele la mano trayéndole un refrigerio, juntamente con un bálsamo mágico que le sanó de los golpes.

La segunda noche vapuleáronle de nuevo, pero el bueno de Juan no despegó sus labios ni se movió; y, a la mañana siguiente, trájole otra vez la mano una medicina mágica, que le sanó de igual modo.

La prueba de la noche tercera fue espantosa, sin que al nacer la aurora acudiese la mano en su socorro. Pero en lugar de ella presentóse ante los atónitos ojos del buen Juan una joven princesa que lo bañó con un agua mágica, con la que quedó tan sano y bien dispuesto como si nada le hubiese acontecido.

Vistióse después Juan un magnífico traje; se dirigió al salón donde la mesa estaba puesta, y comió frente a frente con la princesa.

Era ésta extremadamente bella, y sus encantos cautivaron el corazón de Juan. Tenía la tez de la princesa una blancura alabastrina, sombreada de un bello color de rosa; su boca sólo podía compararse a un delicado clavel de bello color escarlata; y sus hermosos ojos negros eran tan rasgados, aterciopelados y tiernos cual los de un cervatillo.

-¿Sois española? -preguntóle Juan.

-No -respondióle ella-; soy hija del sultán de Marruecos; y ahora que me veo libre del encantamiento que sufría, tengo que volverme enseguida al palacio de mi padre. Sígueme y búscame.

Dicho esto desapareció la princesa, y Juan se encontró de nuevo pobre y cubierto de harapos, sentado sobre la verde hierba que crecía entre las ruinas del antiguo castillo moro.

Lleno de resolución e intrepidez púsose sin demora en camino en busca de la princesa; pero como carecía de dinero para costearse el viaje tardó muchísimo tiempo en llegar a su palacio. La princesa, entretanto, creyendo que el pobre muchacho no le había sido fiel, había concertado su boda con el rey de Arabia. Al subir al coche nupcial, tropezaron sus ojos con los del pobre Juan, que, cubierto de andrajos y con los ojos arrasados en lágrimas, contemplábala, de pie, a la puerta del palacio.

-Hace algún tiempo -dijo entonces al rey de Arabia la princesa-, perdí la llave de mi joyero, y tuve que buscar otra nueva. Ahora acabo de encontrar la vieja; ¿cuál debo usar?

-La vieja -contestóle el rey de Arabia.

-Pues aquí tenéis la llave antigua a que quería referirme -dijo ella, tomando a Juan de la mano-. Este intrépido y arrogante mancebo fue quien, con su bravura, logró arrancarme del palacio encantado en que me hallaba. Así, señor, me caso con él, y vos podéis buscaros otra esposa.

Y la bella princesa se casó con Juan.

El rey de Arabia, que era un hombre generoso, hizo un espléndido regalo de bodas a los recién casados, los cuales vivieron felices por luengos años.


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