EL VIOLIN MÁGICO


Había una vez un viejo usurero muy rico y muy avaro, y según se susurraba, algo ladrón. Tenía un criado honrado y trabajador como ninguno, que se llamaba Martín.

Todas las mañanas el buen muchacho se levantaba él primero y por la noche era el último en acostarse. Al mismo tiempo se lo veía siempre alegre y regocijado.

Al terminar el primer año de su servicio, su amo, con el cual no había convenido salario alguno, no le dio ni un mísero ochavo, pensando que. no teniendo dinero, Martín no podría marcharse de su lado.

Martín no dijo una palabra, pero no dejó por eso de trabajar.

Al fin del segundo año tampoco le pagó su amo salario alguno y también Martín se calló.

Al cabo del tercer año el amo, movido por un impulso generoso, echó mano al bolsillo para recompensar a su fiel criado, pero la avaricia lo detuvo y sacó del bolsillo las manos completamente vacías.

Martín le dijo entonces:

-Mi amo, os he servido durante tres años lo mejor que he podido; ahora quisiera correr algo de mundo, y para eso necesito dinero. ¿Seríais tan bueno como para pagarme lo que me debéis?

-Es verdad que estoy muy contento de ti -exclamó el avaro- y voy a recompensarte dignamente. Toma estos tres ochavos nuevecitos, uno por cada año que me has servido.

Martín, que siempre se contentaba con todo y que además no sabía el valor de la moneda, creyó que se llevaba un tesoro para poder vivir sin trabajar durante algún tiempo, y despidiéndose de su amo, se fue por montes y valles, saltando y cantando más alegre que un jilguero.

Al pasar por las inmediaciones de una espesura vio salir a un enanillo anciano y encorvado, que le gritó:

-¡Eh, alegre joven, parece que no tienes muchos cuidados!

-¿Y por qué he de estar triste? -contestó Martín-. Tengo en mi bolsillo mi salario de tres años de servicio.

-¿Y a cuánto sube tu tesoro?

-Tengo tres hermosos ochavos nuevecitos, que suenan como el oro cuando me golpeo el bolsillo.

-Oye -dijo el enano-, dámelos. Yo soy un pobre viejo que no puede trabajar. Tú, en cambio, eres joven y vigoroso, y puedes ganar fácilmente para comer.

Martín, que tenía buen corazón, se apiadó del enano y le dio los tres ochavos.

-Por haber sido caritativo -dijo el ancianillo- te autorizo a que pidas tres cosas, una por cada ochavo, y serán cumplidas sin falta.

-Eso no pasa más que en los cuentos de hadas, pero yo te pondré a prueba. Quiero una flecha que le dé a todo aquello a que apunte y un violín que haga bailar a todo aquel que lo escuche; por último, quiero que todos se obliguen a concederme la primera cosa que yo les pida.

-Bien modesto has sido en tu petición -dijo el enano, y sacó del pecho una cerbatana y un hermoso violín.

-Toma -añadió, dándole estos objetos-. Sábete que de hoy en adelante nadie podrá negarte la primera petición que lo hagas.

Martín, cantando alegremente, continuó su camino.

Poco tiempo después se encontró con su antiguo amo, el cual se había detenido y escuchaba el canto de un ruiseñor que estaba encaramado en un árbol.

-¡Esto es milagroso! -exclamó el avaro-. ¡Parece mentira que un animal tan chico tenga una voz tan fuerte! ¡Con qué gusto lo tendría yo en la jaula!

-Yo puedo complaceros -respondió Martín; y apuntando con su cerbatana, le dio, y lo hizo caer atontado sobre la maleza. Anda -dijo Martín-, coged el pájaro.

El viejo se metió en las zarzas, abriéndose camino con dificultad.

De pronto Martín quiso divertirse y comenzó a tocar su violín.

En el acto el avaro se puso a saltar y a brincar, enganchándose en las zarzas y dejándose en ellas la barba y los vestidos, amén de un sinnúmero de arañazos en la cara.

-¡Ay, ay! -gritaba-. ¡Calla ese maldito violín! ¿Es esto un salón de baile?

Pero Martín no cesaba de tocar, mientras decía:

-¡Infame usurero, has despellejado a tanta gente en tu vida, que no estará de más que te despellejes tú hoy!

Y se puso a tocar cada vez más aprisa.

El viejo, obligado a seguir el compás, daba saltos y piruetas, desollándose la cara y haciéndose jirones el traje.

De pronto exclamó:

-¡Para, por amor de Dios, y te daré una bolsa llena de oro que tengo en el bolsillo!

-¡Dicho y hecho! -exclamó Martín mientras guardaba el instrumento-. Pero, en honor a la verdad, debo decirte que eres un bailarín de primera fuerza.

Después, tomando la bolsa que el avaro le arrojó con gran sentimiento suyo, siguió su camino cantando alegremente.

En cuanto se hubo perdido de vista, el viejo, dejando libre curso a su furor, gritó:

-¡Miserable músico, que para que valgas seis ochavos tienes que ponértelos en la boca; espera que me pagarás lo que me has hecho sufrir!

Después echó a correr por atajos, con objeto de llegar a la ciudad inmediata antes que Martín.

Una vez allí, corrió a casa del juez, se puso de rodillas ante él, y exclamó:

-¡Justicia, señor magistrado, justicia! Acabo de ser maltratado y robado en el camino por un facineroso! ¡Vea usted mis vestidos hechos jirones y mi cara y mis manos llenas de sangre! ¡Me ha quitado a viva fuerza una bolsa llena de monedas de oro que representaba los ahorros de toda mi vida! ¡Por Dios, señor juez, haga usted que se me vuelva lo mío, o tendré que morirme de hambre!

-¿Te ha puesto así con un sable el ladrón? -preguntó el juez.

-No; me ha cogido y me ha arañado con sus uñas. El ladrón es joven y lleva una cerbatana y un violín. Con estas señas fácil os será conocerle.

El juez envió inmediatamente sus alguaciles a las puertas de la ciudad, y bien pronto encontraron a Martín, que tranquilamente iba a entrar en ella.

Se le prendió y condujo ante el tribunal donde se encontraba el avaro, que repitió su acusación.

-Yo no he tocado a este hombre -respondió Martín-, ni le he quitado su bolsa por la fuerza: al contrario, me la ofreció voluntariamente para que cesara de tocar mi violín, cuyas notas le crispaban los nervios.

-¡Miente como un bellaco! -exclamó el viejo.

-El juicio ha terminado -dijo el juez-: jamás se ha visto a un avaro dar un ochavo sólo por no oír una música mala. Señor Martín, usted ha robado en un camino real y va usted a ser ahorcado en el acto.

El verdugo se apoderó del muchacho y lo llevó a la horca.

Toda la ciudad estaba reunida en la plaza para presenciar la ejecución.

Delante de todos estaba el avaro, que enseñaba el puño a Martín, exclamando, ciego de ira:

-¡Ladronazo, ahora vas a ser recompensado según tus obras!

Martín, que estaba muy sereno, subió por su pie la escalera de la horca, y al llegar a lo alto se volvió hacia el juez, que había ido para presenciar la ejecución, y le dijo:

-¿Antes de que muera, queréis concederme un favor?

-Concedido -respondió el magistrado-, siempre que no me pidas que te perdone.

-No pido tanto: sólo quiero tocar una piececilla en mi violín.

Al oír estas palabras, el avaro lanzó un grito de espanto y dijo:

-¡Señor juez, en nombre del Cielo, no se lo permitáis!

-¿Y por qué -dijo el juez- no he de darle esta pequeña satisfacción? ¡Qué le traigan su violín!

-¡Ay de mí! -exclamó el viejo tratando de marcharse, pero sin conseguirlo a causa de la muchedumbre.

-Te daré una moneda de oro -dijo al ayudante del verdugo, si me atas las piernas contra la horca.

Pero en aquel momento Martín comenzó su tocata, y el juez, el escribano y todos los asistentes, incluso el avaro, se sintieron estremecer, con unas ganas de bailar feroces; al segundo golpe de arco todos levantaron la pierna, y el verdugo bajó apresuradamente la escalera y se colocó en postura de baile.

Martín empezó entonces a tocar que se las pelaba y todo el mundo a hacer cabriolas. El juez y el avaro estaban delante y saltaban como cabritillos.

Jóvenes y viejos, gordos y delgados, todos bailaban que era un contento, y hasta los perros, de pie sobre sus patas traseras, eran de la partida.

Martín aceleró el compás, y entonces la muchedumbre se hacía pedazos bailando: parecían locos, se daban porrazos y se pisaban, y todos lanzaban alaridos de dolor.

El juez, con la lengua fuera por la fatiga, gritó:

-¡Te perdono la vida, poro calla ese violín infernal!

Martín, encontrando la broma un tanto pesada, guardó su violín, bajó la escalera y se colocó junto al avaro, que pálido y jadeante se había tirado al suelo para cobrar aliento.

-¡Bandido! -exclamó-. ¡Ahora vas a confesar dónde has cogido la bolsa llena de dinero que me diste esta mañana! ¡Y no mientas, porque cojo otra vez mi violín y toco un galop que te parto!

-¡La he robado, la he robado! -respondió el viejo lleno de espanto.

El juez volvió a entrar en funciones, y el avaro fue ahorcado inmediatamente.

Martín continuó su camino, y aun le sucedieron una porción de aventuras; pero como no fueron escritas, se ha perdido su recuerdo, lo mismo que su violín.


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