LA CAMISA DEL HOMBRE FELIZ - Luis Coloma


No se si leí este cuento ni recuerdo tampoco si me lo contaron, o si lo soñé quizás en alguna de esas noches de pesadillas y de insomnios, en que la imaginación emprende viajes semejantes al de De Maistre alrededor de las paredes de su cámara.

Es lo cierto que allá en los tiempos de Mari-Castaña, reinaba en la Arabia Feliz el rey Bertoldo I, llamado el Grande por ser el más gordo de los monarcas de su dinastía. Era su Real Majestad un grandísimo haragán, que pasaba la vida tendido a la larga, fumando hachís y “satakia”, mientras sus esclavas le espantaban las moscas con abanicos de marabú y sus esclavos le cantaban al son de añafiles y chirimías, en lengua del Celeste Imperio:

Maka-kachú, Maka-kachú Sauk-fú, Sauk-fú Chirivi ko-ko.

Sucedió, pues, que este “dolce far niente” le ocasionó a Su Majestad una enfermedad extraña que de nadie era conocida. Y es que la ociosidad todo lo corrompe: el agua estancada se pudre, el hierro se enmohece, la inteligencia se embota, el corazón se seca, el alma se envicia y se pierde. Hízose entonces un llamamiento general de médicos y acudieron muchos en tropel a la corte, no sin gran disgusto de la muerte, que a todos los tenía ocupados.

Un doctor alemán, discípulo o, mejor dicho, antecesor de Hanneman, dijo que Su Majestad corría grave riesgo de la vida si no diluía tres glóbulos de “pulsatilla” en una tinaja de agua, y tomaba cada siete años una dosis en el rabo de una cuchara; porque era, a su juicio, aquella enfermedad el terrible schemarowoth que se apodera en Sajonia de todo el que no quiere trabajar.

A esto replicaba Mr. Hall, graduado en Oxford, que aquella dolencia se llama en inglés spleen; que era hija de las nieblas del Támesis y que los hijos de la blanca Albión curaban radicalmente de ella levantándose la tapa de los sesos de un pistoletazo. Un galeno parisiense, que se rizaba el pelo y citaba a Paul de Koch, opinaba que aquella grave enfermedad no era otra sino el peligroso ennui y recetó a Su Majestad los bailes de Mabbille y la música de Offenbach.

Llegó en esto un médico gallego, hombre de saber y de pulso, y dijo que a Su Majestad se le había “caído la paletilla”, y que no hallaba otro remedio sino uncirlo a un buen arado y sacudirle las moscas con una trailla de cuatro ramales, en vez de espantárselas con pluma de marabú; porque el palo, y no los aforismos de Hipócrates y Galeno, era, a su juicio, el mejor antídoto contra, las desganas a la hora de trabajar.

Pusiéronse en práctica las recetas, menos la del inglés y del gallego, que por ser harto radical la una y demasiado áspera la otra, fueron rehusadas por el monarca. Mas Su Majestad empeoraba de día en día y viose al fin a las puertas de la muerte.

Hiciéronse entonces rogativas públicas a la usanza de la tierra, afeitándose los varones la ceja izquierda y las mujeres la derecha; porque es achaque de creyentes y de idólatras no acordarse de Dios hasta que los abandonan los hombres.

Publicóse al mismo tiempo un bando, ofreciendo la lugartenencia del reino a cualquier hombre o mujer que presentase un régimen curativo capaz de volver la salud al regio enfermo. Mas nadie se presentaba en palacio y los cortesanos más sagaces abandonaban ya las antecámaras del moribundo Bertoldo I para poblar las del futuro Bertoldo II.

Ya parecía perdida toda esperanza, cuando una tarde apareció en la capital. como llovido del cielo, un hombrecillo montado en un burro sin orejas, más ligero que Alborak, la yegua de Mahoma.

Traía en las alforjas el Talmud y en la mano un paraguas de algodón encarnado, con que se resguardaba de los ardientes rayos del sol.

Apeóse a las puertas del palacio y dijo que era un médico israelita que se ofrecía para curar al rey. Salieron a recibirlo los grandes del reino, cuyas cabezas peladas presentaban a lo lejos como un inmenso panorama de melones blancos. Precedido por tres heraldos, llegó a la cámara regia; una media luz reinaba en ella; sobre un estrado que cubrían una alfombra de Estambul y ricos tapices de Persia, había un lecho de nácar, con cortinas de púrpura de Tiro.

Allí reposaba boca arriba el moribundo rey Bertoldo, cuyos fatigosos resoplidos hacían oscilar, de cuando en cuando, la lámpara de alabastro que iluminaba la estancia. Sobre el gorro de dormir tenía puesta la corona de oro, porque así lo mandaba la etiqueta de la corte; la palidez de su rostro y lo abultado de sus mofletes le daban, a cierta distancia, el extraño aspecto de una calabaza coronada. Levantaba su abultado abdomen la rica cachemira que cubría el lecho, y sentado sobre esa eminencia, el gato favorito de Su Majestad contemplaba gravemente la agonía del gran Bertoldo I, mientras el filósofo de la corte murmuraba algunas sentencias de Plutarco.

Examinó el medico detenidamente el pulso del monarca y ejecutó sobre él extraños signos: clavóle luego en la cabeza una fuerte zanca, sin que el paciente diese muestras de vida.

-Su Majestad tiene la cabeza hueca -dijo el israelita.

Clavóle después la zanca en el corazón y el rey ni chistó ni hizo el menor movimiento.

-Su Majestad tiene el corazón de corcho -añadió entonces el médico.

Pinchóle de nuevo ligeramente en la boca y Su Real Majestad dio un berrido más agudo que las últimas notas de una escala cromática. Crujieron los artesonados de ébano y oro del lecho; los guardias, espantados, chocaron entre sí sus armas; los heraldos cayeron boca abajo, gritando: “¡Sólo Alá es grande!”; el gato de Su Majestad huyó con la cola erizada; los grandes del reino sintieron también erizarse en sus coronillas el hopito de pelo que las adornaba. Sólo el israelita permaneció impasible.

-Su Majestad ha trabajado mucho con el estómago -dijo.

-La sabiduría habla por tu boca -respondió el primer ministro.

Consultó entonces el médico un libro extraño, de vivísimos colores, en que se veían pintados los signos del Zodíaco. Trazó en él círculos misteriosos y caracteres indescifrables y declaró al fin que Su Majestad moriría sin remedio, si antes de que llegase el plenilunio al cuarto creciente de la Luna, no se había vestido la camisa de un hombre feliz.

Creyeron los palaciegos facilísimo el remedio y abandonaron las antecámaras del futuro Bertoldo II para volver a las del presente Bertoldo I, en cuyas sienes veían de nuevo afirmarse la corona. Sintióse el mismo monarca más aliviado con esta esperanza y pudo merendar aquella tarde gazapitos y un pavo, con algunas chucherías; lo cual publicó en un suplemento la Gaceta de la Corte, que insertaba diariamente, como artículo de fondo, el menú digerido por Su Majestad.

Mientras tanto, el médico israelita se escurrió sin decir palabra, y recitando versículos del Talmud tomó el camino del Sinaí, desde cuya cumbre pensaba divisar al Mesías esperado.

Convocó el gran visir aquella noche al Consejo de Estado, para determinar si la camisa se había de poner a Su Majestad sucia o limpia, bordada o lisa, con tirillas a la Valois o con cuello a lo Currito Cuchares; la discusión fue animada: alborotáronse los consejeros, dijéronse Raca, y hubieran quizá llegado a las manos, si un consejero viejo, cuyo hopito encanecido evidenciaba su larga experiencia, no hubiese interrumpido el debate preguntando a los consejeros cuál de ellos era el hombre feliz que había de suministrar la camisa cuyas cualidades se discutían. Turbáronse todos a tal pregunta y unos en pos de otros abandonaron el salón, sin responder palabra, porque ninguno creía a su camisa capaz de producir tan maravillosos efectos. Mandó entonces el gran visir echar un pregón, ordenando a todos los hombres felices de la capital que se presentasen en palacio; mas ninguno acudió a la cita y la Luna crecía poco a poco, como si quisiese contemplar en todo su esplendor la agonía del monarca.

Publicóse entonces el mismo bando en las ciudades, en las aldeas y hasta en el campo, pero todo fue en vano. Desesperado el visir, porque con la muerte del rey Bertoldo se le escapaba la privanza, salió en persona a buscar por todo el imperio el remedio indicado; pero en vano recorrió desde el mar Bermejo hasta el golfo de Persia, y llevó sus pesquisas hasta las escarpadas montañas de la Arabia desierta. El hombre feliz no aparecía; ¡ninguno creía serlo en la nación cuyo nombre era este hermoso título!

Ya de vuelta, sentóse el visir al pie de una palmera, rendido de cansancio. Su camello daba resoplidos anunciando el simún del desierto; a lo lejos veían montes de arena que se movían y se levantaban como torbellinos de fuego. Asustado, el visir se refugió en una cueva que vio a lo lejos, cerca de un otero; allí encontró a un pastor anciano que le ofreció dátiles y un odre de agua.

-¿Qué buscas en esta soledad? -preguntó al magnate.

-Busco al hombre feliz que no he hallado en la Corte -replicó irónicamente éste.

-¡Alá es grande! -repuso con gravedad el viejo-. El leopardo del desierto gusta en su cueva lo que no tiene en su palacio el caudillo de los creyentes.

-¡Tú! -exclamó el visir estupefacto-. ¿Tú eres feliz?

-¡Alá es grande! -repitió el viejo, con resignación.

-Pero, ¿cómo eres feliz en esta cueva miserable?

-Porque ni deseo otra, ni temo perder ésta.

-Pero, ¿dónde encuentras tu dicha? -preguntó el visir, que no comprendió tan profunda respuesta.

-Dentro de mí mismo.

El visir, alborozado, arrojó a los pies del pastor un saco de monedas y le pidió su camisa.

El anciano abrió, sonriendo, el sayo de pieles que lo cubría y... ¡Oh sorpresa inesperada! ¡Oh desengaño cruel! ¡El hombre feliz, el único del reino, no tenía camisa!


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