EL PERRO RABIOSO


Todo el mundo conoce el peligro que entraña para la salud la presencia de perros sueltos por las calles. Este animal, fiel amigo del hombre, al que nunca nos cansaremos de alabar destacando las nobles cualidades que lo hacen tan preciado colaborador en infinidad de tareas, y tan agradable compañero, es presa fácil de una terrible enfermedad que fue flagelo de la humanidad por largos años: la rabia. Gracias a los extraordinarios trabajos del genio francés Luis Pasteur, han sido vencidas las mortíferas consecuencias de la rabia, pero no ha podido evitarse que los perros la contraigan y la transmitan, con los riesgos consiguientes para el hombre que con ellos convive.

La aparición de perros rabiosos en las calles de las ciudades ha dado lugar a numerosos hechos heroicos, en que personas de humilde condición, generalmente modestos servidores públicos, han arriesgado sus vidas con profundo sentido de abnegación, para salvar a sus semejantes. A propósito de esto vamos a relatar un episodio de que fue protagonista un joven, modestísimo portero de una escuela de primeras letras.

Era una cálida tarde de fines de noviembre; en grupos bulliciosos salían los niños de la escuela e invadían la calle, que alborozaron con el movimiento y la alegría propios de su edad. Los sucesos más destacados del día eran comentados a gritos y, a gritos también, se criticaba la actitud adoptada por este o aquel compañero en el transcurso de las clases, cuando de pronto, un grupo de niños que acababan de dar la vuelta a la esquina, retornaron a la escuela, corriendo, con el terror pintado en sus rostros, gesticulando y profiriendo gritos.

-¡Cuidado! ¡Cuidado!... ¡Está rabioso! -gritaban unos.

-¡Socorro! ¡Socorro! . ¡Un perro rabioso! -exclamaban otros.

-¡Favor! ¡Auxilio!...

A corta distancia un porrazo negro los perseguía, con la cabeza gacha, la boca entreabierta llena de espuma, la lengua fuera, y con la cola entre las patas.

Se produjo un remolino de niños y, enseguida, el desbande general; pero dos o tres se quedaron indecisos, sin saber qué actitud tomar, dando así tiempo a que el perro se abalanzara sobre ellos con intención de morderlos. Pero no logró su intento porque el portero de la escuela, un joven de veinte años, que había acudido al oír los gritos de los niños, se interpuso y logró sujetarlo al tiempo que gritaba:

-¡Auxilio! ¡Socorro!... ¡Pronto, traed un arma! -Y, al ver que asomaban algunos vecinos temerosos, agregó:- ¡No tengáis miedo, que no lo soltaré!

El perro se revolvía furioso, amenazando escapársele, y ya le había mordido cruelmente las manos y rasgado las ropas y las carnes con sus zarpas, cuando acudió un agente de policía y le dio muerte.

El heroico portero, que fue objeto de cálidas demostraciones de reconocimiento y simpatía por parte de los niños, los maestros y el vecindario, debió ser conducido al hospital más cercano para hacerse curar sus numerosas y profundas heridas; además tuvieron que aplicarle la serie de vacunas antirrábicas que lo salvaron de una muerte segura y terrible.