Muerte del rey Arturo y fin de la Orden de la Tabla Redonda


Muchas historias se cuentan del gran rey Arturo; mas nosotros terminaremos, en obsequio a la brevedad, con la de la Tabla Redonda y de su fundador. Esta famosa orden de caballería, especie de Parlamento que regía a Inglaterra de suave manera, y en tal forma que no era posible la tiranía ni la opresión del pobre y del débil, llegó a su fin, y fue causa inconsciente de ello la reina Ginebra, una de las más gentiles señoras de la cristiandad.

No podía esta hermosa reina apartar sus pensamientos del caballero Lanzarote del Lago, que era el más bello, el más fuerte y más cumplido caballero del rey Arturo, quien lo amaba como a un hermano. Y era tan profundo este afecto, que en cierta ocasión en que malvados cortesanos, enemigos de Lanzarote, intentaron persuadir al rey de que la reina Ginebra amaba a Lanzarote más que al rey, montó éste en gran cólera. Pero estos cobardes espiaron la hora y el momento oportuno; y un día que Lanzarote se hallaba solo con la reina, abalanzáronse numerosos a la puerta de la cámara real y gritaron "¡Traición! ¡Traición!"

Lanzarote, después de dar muerte a muchos de ellos, se vio obligado a huir, y la reina, contra la voluntad del rey, fue juzgada como desleal y condenada a la hoguera.

Ya estaba atada a la pira y las llamas comenzaban a lamer sus pies, cuando inesperadamente se presentó Lanzarote y, matando a los que la rodeaban, la salvó de entre las llamas. La había salvado, sí, mas nunca sería suya, pues era Lanzarote hombre de integérrimo honor. Condújola a un monasterio, donde ella se consagró a la oración y al ejercicio de santidad; después de lo cual, el caballero, con el corazón dolorido y triste, se alejó de su reina y se retiró a la Galia.

El hermano de una de las víctimas de Lanzarote logró decidir al abatido rey Arturo a combatir con el supuesto ladrón de su honra. Pelearon ambos en la Galia, y Lanzarote dio órdenes a los suyos de no hacer el menor daño al rey; aun más, cuantas veces lo vio por tierra vino él mismo en su ayuda.

Frecuentemente, en medio del calor de la refriega, se encontraron las miradas de aquellos dos grandes hombres; y muchas veces cambiaron palabras de cortesía.

Regresó después el rey Arturo a Inglaterra, pues el reino estaba en muy desolador estado y una guerra conmovía el Oeste.

La historia de la reina y Lanzarote había sido un veneno para el país; y el pueblo, dando rienda suelta a sus peores instintos, había perdido todo sentimiento de honor y de dignidad. La gran labor de aquel noble monarca se vino a tierra. Los ideales de nobleza y caballerosidad, que habían dado paz, gloria y dicha al reino, eran objeto de mofa, y tenidos por estúpidas y engañosas teorías.

El fuerte y poderoso atropellaba al débil; el honor era tenido en menos, y no había quien tendiese una mano al pobre y al agraviado.

Ante esta visión de destrucción de su reino, sentía el rey Arturo acerbo dolor, aumentado por la pérdida de su esposa, la reina, y de su caballero favorito; pero templaba su ánimo peleando intrépidamente, en Occidente, por Cristo y por la justicia, resuelto a no ceder jamás; en aquella batalla fue herido de muerte.

Hízose llevar por el caballero Bediver a una ermita situada cerca de la playa; vio el rey al caballero triste y compungido y le consoló con animosas palabras; después le dijo:

-Toma mi espada Excalibur, ve a la orilla del mar y húndela en el agua.

Alejóse Bediver; mas tentado por la belleza y fama de la espada, la escondió y ocultó la verdad al rey, a su regreso.

Percatóse éste de su mentira, y le dio la misma orden por segunda vez; y por segunda vez mintió Bediver.

Enviólo el rey de nuevo con la espada al mar; y cuando el caballero volvió, lo interrogó el rey Arturo.

-Dime, pues, ¿qué has visto?

-Una mano -respondió Bediverque salía del mar y que, al caer la espada sobre las olas, la asió por el puño y después de blandiría tres veces en el aire, la arrastró consigo debajo del agua.

-Verdad dices -añadió el rey.

Luego ordenó al caballero que lo condujera al borde del mar; cuando allí llegaron acercábase una barca, ocupada por tres reinas vestidas de negro y con coronas sobre sus cabezas. Recibieron al rey dentro de la embarcación; una de ellas colocó la cabeza del monarca en su regazo; otra frotaba las macilentas manos del soberano, a cuyos pies estaba tristemente inclinada la tercera, y la barca se alejó lentamente hacia el oscuro horizonte del océano.

Las últimas palabras que, resbalando sobre las olas, llegaron a oídos de Bediver, que estaba de hinojos en la orilla, fueron éstas:

-Ruega por mí.