La visión del caballero Galaor y el encuentro del Santo Grial


Tenían los caballeros del rey Arturo un asiento fijo en la Tabla Redonda, y en cada puesto se leía esculpido el nombre respectivo. Un sitio, sin embargo, estaba vacío y nadie osaba ocuparlo; el nombre que ninguno había leído estaba cubierto con un paño de brocado de oro.

Cierto día, en que el rey y sus caballeros celebraban asamblea, se presentó en la amplia sala un anciano seguido de un joven de rara hermosura. Adelantóse el venerable personaje al puesto que estaba vacante en la mesa, e indicó al joven que se sentara en él. Hízolo así éste; y entonces el anciano, inclinándose sobre el doncel, lo besó en la frente y, silenciosamente, partió de aquel lugar.

Maravillado el rey Arturo preguntó al joven su nombre.

-Me llamo Galaor, señor -respondió éste.

Levantó entonces el monarca el paño y con gran sorpresa vio que tal era el nombre escrito allí.

Era Galaor el más joven de los caballeros, aunque no tan fuerte como ellos; pero había tal majestad en su continente, tal pureza en su mirada y tan dulce expresión en sus labios, que todos sintieron por él gran respeto, y hasta el mismo rey lo distinguió y lo trató con cortesía.

Una noche, en que los caballeros estaban reunidos y el rey ausente, penetró en la sala un joven y bravo caballero, de nombre Parsifal, el cual relató una extraña historia.

Habiendo ido a visitar a su hermana, que era monja, ésta le refirió cómo una noche la despertó repentinamente una dulce melodía, y abriendo los ojos vio una ráfaga de haz de la Luna que se deslizaba por la ventana de su celda; en medio de aquella claridad resplandecía el sagrado cáliz en que Jesucristo bebió la noche de su última cena, cáliz llamado el Santo Grial.

Tan sorprendente narración asombró a todos los caballeros.

Dice la leyenda que el Santo Grial fue llevado a Inglaterra por José de Arimatea, piadoso varón que enterró a Jesús. Esta santa copa había sido venerada en dicho país en tiempos lejanos; mas luego desapareció repentinamente y con ella su culto. Algunos atribuyeron esta pérdida a los difíciles días por que pasaba el país. Después de buscarla en vano por todos los rincones del reino, cayó en el olvido, hasta que acaeció la visión de que tratamos.

Entre todos los caballeros a quienes más hondamente interesó la historia, se contaba Galaor: reflejábase en su rostro la más viva emoción, y al mirarle Parsifal advirtió en sus ojos la misma expresión que había sorprendido en los de su hermana; por lo cual pensó sería oportuno que Galaor fuera a ver a la monja y oyera de sus mismos labios el relato de la misteriosa visión. Si alguien debía hallar el santo cáliz, sería, sin duda alguna, este noble y casto joven, permanente ejemplo de cristianos caballeros.

Partieron, pues, Galaor y Parsifal al claustro de la religiosa; y no bien ésta hubo visto al joven, cuando presintió que era el caballero del Santo Grial. Cortóse sus trenzados cabellos y, haciendo con ellos un bello cinturón, rodeó con él el talle de Galaor; colgó de él la espada y encargóle la santa misión. Para llevarla a cabo debería orar a menudo y hacer bien durante su peregrinación; y después de haber gozado de la visión del Santo Grial, iría a una ciudad lejana, en la cual seria coronado rey.

Obedeció Galaor; pero no era él solo el que salió en busca del Santo Grial, pues el relato de la monja había encendido los espíritus de los caballeros de la corte del rey Arturo, y así fueron muchos los que partieron en busca del sagrado cáliz.

Pero Galaor era el único caballero puro, y él solo gozó de la visión.

En su jornada se encontró con su antiguo amigo Parsifal, quien le confesó que a pesar de sus ayunos y plegarias, no se le había aparecido el Santo Grial. Galaor refirióle que no se apartaba un momento de los ojos de su alma la visión maravillosa, y que ella le había llevado de victoria en victoria, sin que nadie pudiera resistir el empuje de su lanza, tal eran la fuerza y la resolución de aquella visión.

-Mas vos veréis también la aparición -concluyó-, pues estoy a punto de partir a una ciudad lejana; y en el mismo momento de ponerme en marcha se me aparecerá el Santo Grial.

Partieron los dos caballeros. Llevaba Galaor, pendiente de su brazo derecho, un blanco escudo con una cruz roja, y era su arrogante y fogoso corcel blanco como la nieve. Absortos y silenciosos, avanzaban con el pensamiento fijo en la misma idea. Vaga era la mirada de Galaor y había en ella un ligero destello de luz. Parsifal miraba de cuando en cuando, lleno de admiración, el rostro transfigurado de su acompañante.

A la caída de la noche se hallaron en medio de un terreno pantanoso, desde donde oían a lo lejos el rodar de las olas. Avanzando envueltos en las tinieblas, que invadían aquellos pantanos, divisaron un alto puente que se elevaba sobre escalados malecones desde el borde del mar. A su vista brillaron los ojos de Galaor, una sonrisa iluminó su pálida faz, y rápidamente, sin titubeos, se adelantó hacia el puente.

Parsifal detuvo su caballo, y no se atrevió a seguir a su compañero, pues al pisar éste el escalón, salió de él en la oscuridad de la noche una enorme lengua de fuego, y así del segundo, tercero y demás escalones; de suerte que cuando el animoso caballero hubo llegado a lo alto del puente, era éste una torre de fuego.

La paciencia de Parsifal, que esperaba en la oscuridad sobre su inquieto bridón, no quedó sin recompensa. Apenas Galaor llegó a orillas del mar, llenóse el espacio de celestiales armonías, y rasgándose las tinieblas, apareció sobre el océano una magnífica ciudad de blancas y nacaradas torres,. y sobre esta ciudad, en la que entraba Galaor, envuelto en una nube de sobrenatural belleza, veíase fulgurante el Santo Grial.

Inclinó devotamente Parsifal la cabeza sobre el pecho y en aquel momento, tan admirable que el lenguaje humano no llega a transcribirlo, consagró su vida al servicio de Dios y al amor de Cristo.