La tentativa que realizó Hans y la piedra negra


Apenas acababa el rey del Río de Oro de efectuar su extraordinaria evasión, cuando entraron rugiendo en la casa Hans y Schwartz, enteramente beodos y tambaleantes.

La noticia de la pérdida total de su último objeto de oro los exasperó hasta el extremo de cebarse cruelmente en Gluck, apaleándolo por espacio de un cuarto de hora, al cabo del cual dejáronse caer cada uno en una silla y le preguntaron qué encargo le había dejado el fugitivo. Gluck, entonces, refirióselos todo; pero ellos, por supuesto, no creyeron ni una palabra, y la emprendieron a golpes con él nuevamente, hasta que se cansaron y se fueron a la cama. Sin embargo, a la mañana siguiente, los dos hermanos, después de discutir largo tiempo acerca de quién de los dos debería probar fortuna primero, sacaron las espadas y comenzaron a luchar. El ruido del combate alarmó a los vecinos, quienes enviaron a buscar al alguacil, para que los detuviera.

Hans logró escabullirse, Schwartz fue detenido y llevado a presencia del juez, quien le impuso una multa en castigo de haber alterado el orden; pero, como la noche precedente había gastado en vino hasta el último centavo, fue declarado insolvente y condenado a sufrir la correspondiente prisión subsidiaria.

Cuando lo supo Hans, sintió gran alegría y decidió ponerse sin demora en camino hacia el Río de Oro. Pero, ¿de dónde sacar el agua bendita? Pidióla a un sacerdote, mas éste no creyó conveniente dársela a un hombre de tan relajadas costumbres. Hans, entonces, robó un vaso de ella de la pila de la iglesia y regresó triunfante y muy contento a su casa, pensando en su próxima fortuna.

A la mañana siguiente, levantóse antes que saliese el Sol; puso el agua bendita en un frasco, colocó dentro de un cesto carne y dos botellas de vino, echóselo a la espalda, y, tomando su báculo, partió hacia las montañas.

La mañana era, por cierto, capaz de hacer feliz a cualquiera, aunque no tuviese que buscar un Río de Oro. Fajas paralelas de fresca niebla se extendían a lo largo del valle, y por encima de ellas descollaban las cumbres de los montes.

El Río de Oro quedaba a la sazón en la sombra, excepción hecha de las proyecciones de espuma de su parte superior, que se elevaba como un humo poco denso sobre la línea ondulada de la catarata, y era arrastrada por la brisa matinal formando tenues y vistosas guirnaldas.

Fijos el pensamiento y la vista en este solo objeto, y olvidando la distancia que tenía que recorrer, partió con paso precipitado, que le dejó casi sin fuerzas antes de transponer la primera cadena de verdes colinas, cuya elevación era escasa. Sorprendióle además, al cruzarlas, hallar que un ancho ventisquero, cuya existencia ignoraba, interponíase entre él y el Río de Oro.

Penetró en él con la intrepidez propia de un hombre práctico en recorrer las montañas; pero pronto pensó que jamás en toda su vida había atravesado un ventisquero análogo. Era el hielo demasiado resbaladizo; y de todos los precipicios elevábanse rumores de aguas despeñadas. Quebrábase el hielo y abríanse a sus pies grandes abismos, y en torno de él veía balancearse esbeltas agujas de hielo, que se derrumbaban con estrépito y quedaban atravesadas en su senda. Por fin, lleno de terror, salvó el postrer abismo y se dejó caer, tembloroso y exhausto, sobre el césped que cubría la parte firme del monte.

La senda que tenía que seguir corría ahora por la agria cresta de una loma de piedras peladas, sin una hoja de hierba que le protegiera los pies, ni un picacho que proyectase una sombra bienhechora contra los rayos del Sol. Era más de mediodía y sus rayos caían cual si fueran de fuego sobre el rocoso suelo, en tanto que la atmósfera encalmada era cálida y asfixiante. Una intensa sed vino entonces a sumarse al cansancio corporal que Hans experimentaba, y sus ojos no se apartaban del frasco de agua que llevaba pendiente del cinto.

-Tres gotas son suficientes -pensó al fin-; por lo menos me refrescaré los labios con ella.

Abrió el frasco, y ya se lo llevaba a los labios, cuando tropezaron sus ojos con un objeto que yacía sobre las rocas a su lado, y que al parecer se movía. Era un perro pequeño, el cual, a juzgar por su actitud, agonizaba de sed. Tenía la lengua fuera, sus fauces estaban secas, y un enjambre de hormigas negras cubrían enteramente sus labios y su garganta. Los ojos del animal se fijaron ansiosos en la botella que Hans tenía en la mano. Éste bebió, apartó con el pie al perro, y prosiguió su camino. Y no hubiera podido jurarlo, pero creyó ver una sombra extraña que atravesaba veloz el azulado y límpido firmamento.

El camino se hacía cada vez más escarpado y abrupto, y el aire de la alta montaña, lejos de refrescarle, parecía darle fiebre. El ruido de las cataratas sonaba escarnecedor en sus oídos; aún se hallaba distante y su sed crecía por minutos.

Pasó otra hora, y sus ojos de nuevo se fijaron en el frasco del agua bendita, que estaba casi vacío; pero aún contenía mucho más de tres gotas. Detúvose, destapólo, y de nuevo, al hacerlo, algo se movió en el camino que tenía delante de sí. Era un hermoso niño, que yacía moribundo, tendido sobre las rocas; su pecho se levantaba febril, sus ojos permanecían cerrados, y sus labios sedientos estaban ardorosos y secos. Hans lo miró atentamente, bebió y siguió su camino. Y una nube negra y espesa se interpuso delante del Sol; y largas sombras, que semejaban serpientes, arrastráronse por las laderas de las montañas, llenándolas de sombras.

Hans prosiguió su lucha. El Sol seguía bajando, mas no por esto decrecía el calor; el peso irresistible del aire sin movimiento le oprimía el corazón; pero el supremo objeto de sus anhelos encontrábase ya próximo. Veía encima de él la catarata formada por el Río de Oro, a la distancia escasa de ciento cincuenta metros. Detúvose a respirar un momento y emprendió de nuevo la marcha, a pesar del cansancio que experimentaba, dispuesto a dar cima a su obra.

Pero en aquel instante, un grito débil llegó a sus oídos. Volvióse y vio a un pobre anciano, de blancos cabellos y barbas, derribado sobre las rocas. Tenía los ojos hundidos, y una mortal palidez cubría sus facciones en las que se reflejaba la desesperación.

-¡Agua! -exclamó con voz débil, tendiendo los brazos a Hans-; ¡agua, por Dios, que me muero!

Pero él pasó por encima de su postrado cuerpo y continuó caminando. Y del oriente surgió una llamarada azul que tenía forma de espada; osciló sobre el cielo tres veces, y lo dejó sumido en una oscuridad impenetrable y densa. El Sol poniente hundíase detrás del horizonte como un inmenso globo de fuego. Grandes y pesadas nubes negras cubrían el cielo.

Los rugidos del Río de Oro resonaron entonces en los oídos de Hans. Detúvose a la orilla del abismo, a través del cual corría. Sus aguas iluminadas por los rayos solares, parecían de oro líquido. Su atronador estrépito lo ensordecía cada vez más; el cerebro le daba vueltas. Cogió con temblorosa mano el frasco del agua bendita y arrojólo, con rapidez, en el centro del torrente.

En el mismísimo instante, un horrible escalofrío estremeció todos sus miembros; vaciló, lanzó un grito y desplomóse. Las aguas se juntaron sobre él; y los lamentos del río resonaron con terrible intensidad en el silencio de la noche al precipitarse sobre la piedra negra.