Segunda parte


El caballero sudoeste hizo honor a su palabra: no volvió a poner los pies en el Valle del Tesoro; y, lo que fue peor, supo ejercer tan decisiva influencia sobre los vientos del Oeste, que todos abrazaron una resolución semejante; de suerte que no volvió a caer en el valle donde habitaban los tres hermanos ni una sola gota de agua.

Mientras todo verdeaba y florecía en las llanuras limítrofes, la heredad de los tres hermanos era un verdadero erial. Éstos habían dado fin a todo su dinero, y no conservaban más que algunas piezas de oro, tan curiosas como antiguas, que habían heredado de sus padres.

-¿Vamos a hacernos orífices? -dijo un día Schwartz a Hans-. Es un magnífico oficio para gentes de ancha manga, porque se puede adulterar el oro aleándolo con una considerable cantidad de cobre, sin que nadie lo eche de ver. Con esto haremos un brillante negocio.

Convenido entre ambos que la idea era feliz, alquilaron una fundición y se dedicaron al oficio mencionado. Pero dos circunstancias imprevistas vinieron a perjudicar su negocio: la primera, que el público no aceptó como bueno el oro adulterado que fabricaban ellos; la segunda, que cada vez que los dos hermanos mayores vendían alguna cosa, dejaban a Gluck el encargo de cuidar de la fundición y, como buenos borrachos que eran, se iban a la taberna de al lado a beberse el dinero que por ella habían obtenido de la venta.

De esta suerte fundieron cuanto oro poseían, sin ahorrar dinero para comprar más, hasta que llegó un momento en que sólo les quedaba un gran jarro, que Gluck tenía en gran estima, por ser regalo de un tío suyo, y del cual no se hubiera desprendido por todo el dinero del mundo, aunque jamás bebía en él más que leche aguada. Este jarro era de una hechura extraña. Su asa se hallaba formada por dos grandes bucles de hilos de pro, tan delicadamente labrados que más parecían de seda que de metal, los cuales se fundían en su caída en una barba y patillas de la misma exquisita contextura, para rodear y servir de ornamento a un rostro pequeño y feroz, del oro más rojo que se pueda imaginar, puesto precisamente en la parte delantera del jarro, donde resaltaban con extraño brillo sus ojos, que parecían dominarlo todo. Cuando le llegó a este jarro la vez de ser convertido en cucharas, faltó poco para que el corazón de Gluck estallase de dolor; pero sus hermanos se rieron de él, metieron el jarro en el crisol y se fueron a la taberna, dejando a Gluck el encargo de verter el oro fundido en los moldes, para darle la forma de barras requerida.

No bien hubo quedado solo, Gluck echó una mirada de despedida a su antiguo amigo, que yacía en el fondo del crisol, y se encaminó a la ventana. Al través de sus cristales contempló las cimas de los montes, teñidas de rojo y púrpura por los rayos del sol poniente, y el río, cuyo brillo superaba al de todas las otras cosas, despeñándose de roca en roca y de precipicio en precipicio, cual columna de oro fundido, y en cuyas aguas se quebraba la luz formando un doble arco iris de peregrina belleza.

-¡Ah! -exclamó Gluck en voz alta, después de contemplarlo unos momentos- ¡qué hermosura, si ese río fuese oro realmente!

-No, Gluck, no; no lo creas -dijo una voz bien clara a su oído.

-¿Qué es esto, Dios mío? -exclamó dando un salto, el muchacho-Pero, por más que buscó, a nadie descubrió en torno de él.

Registró todos los rincones y armarios, y empezó después a dar vueltas con la mayor celeridad posible por el centro de la estancia, creyendo que le perseguía alguien, cuando la misma voz volvió a resonar en su oído.

Pero en esta ocasión no pronunciaba palabra alguna: era un suave tarareo, una dulce melodía, semejante al rumor que produce una caldera al hervir. De pronto parecióle al muchacho que el ruido salía del horno. Corrió a la puerta de éste y miró hacia el interior, y, en efecto, no se había equivocado: el ruido procedía no sólo de dentro del horno, sino del mismo crisol. Quitóle la tapadera y retrocedió espantado, porque era realmente el crisol el que cantaba. Andando hacia atrás, sin saber lo que se hacía, llegó hasta el rincón más apartado de la estancia y en él permaneció, con las manos levantadas y un palmo de boca abierta, por espacio de dos o tres minutos, hasta que cesó la canción y la voz dijo, con tono claro:

-¡Hola!

Gluck, asombrado, nada contestó.

-¡Hola, Gluck, hijo mío! -repitió el crisol de nuevo.

Hizo Gluck un llamamiento a todas sus energías, fuese derecho al horno, sacó de él el crisol y examinó su interior. El oro se había fundido todo, y su superficie estaba tan lisa y pulimentada como la de un río tranquilo; pero en vez de reflejar la cabeza del joven, cuando éste se asomó a su interior, vio debajo de él la encarnada nariz y los penetrantes ojos, que le miraban de hito en hito, de su antiguo amigo el jarro, encendidísima aquélla y tan penetrantes éstos, como jamás los contemplara en su vida.

-Ven, Gluck, hijo mío -dijo la voz que salía del crisol-, sácame, que me hallo incólume.

Pero el joven se sentía casi paralizado de terror.

-Sácame, te repito -dijo la voz con acento algo amostazado.

Gluck, empero, no era todavía dueño de sus movimientos.

-¿No me quieres sacar? -dijo la voz con acento enojado-. Siento demasiado calor.

Merced a un violento esfuerzo, recobró Gluck el uso de sus miembros; tomó el crisol y volcólo como para vaciar el oro. Pero en lugar de un chorro de metal líquido, salieron de él, primero, un par de piernezucas amarillas, después los faldones de una casaca, luego un par de brazos y, por último, la conocida cabeza de su amigo el jarro; y uniéndose unas con otras todas estas partes, según iban cayendo, surgió al fin sobre el suelo un enanillo de oro de unos cuarenta y cinco centímetros de estatura.

-¡Está bien! -dijo el enano, estirando primero las piernas, los brazos después, y moviendo a continuación la cabeza en todas direcciones por espacio de cinco minutos para cerciorarse, sin duda, de que todos sus miembros se hallaban bien colocados, mientras Gluck lo contemplaba en silencio, presa del mayor asombro.

Vestía el enanillo jubón acuchillado de tejido de oro, tan fino, que los colores reverberaban en él como en una superficie de nácar, sobre el que caían a lo largo, formando tirabuzones, sus cabellos y barbas, que se prolongaban hasta más la mitad de la distancia del suelo.

El extraño ser volvió hacia Gluck sus pequeños y penetrantes ojos, y los mantuvo clavados en él deliberadamente por espacio de un minuto o dos, con lo cual dio tiempo al joven para reconcentrar un poco sus pensamientos; y, no hallando en el enano cosa especial que inspirara recelo, se aventuró a preguntarle:

-Dispensad, señor mío; ¿erais mi jarro, acaso?

Oído lo cual, volvióse el hombrecillo, con viveza, avanzó derecho hacia Gluck, e irguiéndose orgulloso, le dijo:

-Soy el rey de lo que los mortales llamáis el Río de Oro. La forma en que me has conocido la debí a la malicia de otro rey más fuerte que yo, de cuyo encantamiento me acabas de librar. Todo lo que he visto en ti y la conducta que observas respecto de tus perversos hermanos, me inclinan a servirte; atiende, pues, a lo que voy a decirte. El que suba a aquella montaña, de la que ves caer el Río de Oro, y vierta en su corriente, en su origen, tres gotas de agua bendita, convertirá en oro el río. Pero nadie que fracase en su primer intento, podrá salir airoso en el segundo; y si alguien vierte en el río agua que no sea bendita, será absorbido por el y transformado en piedra negra.

Y dicho esto, dio media vuelta el enano, penetró en el horno y se colocó en el lugar en que eran más vivas las llamas. Su figura tornóse roja, blanca, transparente, deslumbradora; elevóse temblorosa y desapareció. El rey del Río de Oro habíase evaporado.

-¡Oh! -exclamó Gluck, corriendo presuroso a examinar el cañón de la chimenea por donde aquél se había ausentado-. ¡Oh, Dios me asista! ¡Mi jarro...! ¡Jarro mío!, ¡jarro mío!