La tentativa de Schwartz y lo que aconteció al final


El desdichado Gluck esperó con ansiedad, solo en su casa, el regreso de Hans; al ver que no volvía, apoderóse de él un miedo horrible; fue a visitar a Schwartz en su prisión y le refirió lo ocurrido. Gran placer recibió Schwartz al escuchar el relato de su hermano, pues imaginó al punto que Hans habría sido transformado en piedra negra, y que todo el oro sería para él solo y ya se veía rico y poderoso como ninguno.

Pero Gluck estaba muy triste y se pasó toda la noche llorando. Cuando se levantó por la mañana, no había pan en su casa ni dinero para adquirirlo; de suerte que se dirigió al taller de otro orífice, a quien ofreció sus servicios, y trabajó con tanta habilidad y limpieza y con tanta asiduidad y constancia, que no tardó en reunir la cantidad necesaria para satisfacer la multa impuesta a su hermano, el cual fue puesto en libertad sin demora. Schwartz, rebosando satisfacción, dijo que lograría apoderarse de una parte del oro del río; poro Gluck le rogó únicamente que fuese a investigar lo que había sido de Hans.

Cuando Schwartz supo que su hermano había hurtado el agua bendita, pensó, en su fuero interno, que semejante procedimiento no debía de ser muy del agrado del rey del Río de Oro, y resolvió valerse, para obtenerla, do otros medios. Tomó más dinero de Gluck y fue a ver a un mal sacerdote, quien le dio, a cambio de él, un poco de agua bendita; y convencido de que en su proceder no había nada reprobable, levantóse una mañana antes que saliese el Sol, y con el agua bendita en un frasco y un poco de pan y vino en un cesto, partió presuroso hacia la montaña, dispuesto a apoderarse del oro del río.

De igual modo que a su hermano, causóle gran sorpresa el encuentro de] ventisquero y costóle gran trabajo atravesarlo, a pesar de despojarse del peso de la cesta, que hubo de abandonar. El día, aunque sin nubes, presentóse calinoso; una especie de niebla densa y rojiza cubría el horizonte y los montes presentaban un aspecto tétrico y sombrío. Al paso que trepaba Schwartz por la senda empinada y rocosa, la sed le iba atosigando, hasta que se llevó el frasco a los labios con ánimo de apagarla. Entonces vio al bello niño que yacía junto a él, sobre las rocas, que le tendía suplicante las manos, pidiéndole agua por Dios, pues se moría de sed.

-¡Agua! ¡En eso estoy pensando! -respondió-. ¡No tengo ni la mitad de la que para mí necesito!

Y prosiguió su camino. Pero conforme avanzaba parecíale que los rayos del Sol se eclipsaban, y vio que de la parte del Oeste levantábase una espesa barra de negros nubarrones; cuando hubo trepado durante una hora más, la sed le rindió de nuevo y tuvo necesidad de beber. Entonces descubrió a un anciano que yacía ante él en el camino, y le pedía por Dios un sorbo de agua.

-¡Agua! ¡En eso estoy pensando! -exclamó-. ¡No tengo ni la mitad de la que para mí necesito!

Y prosiguió su camino. Entonces parecióle de nuevo que la luz huía de sus ojos, y levantó la vista, y vio que una niebla de color de sangre había ocultado el disco del Sol, y que la barra de negros nubarrones se había elevado mucho más en el cielo, y que sus bordes oscilaban, cual las olas del mar proceloso, y que proyectaba largas y ondulantes sombras sobre el camino que seguía.

Un indecible horror apoderóse de repente de Schwartz, sin poder precisar por qué causa; pero la sed de oro pudo más en él que el temor, y prosiguió su camino, Y cuando al fin se detuvo a la orilla del Río de Oro, sus ondas eran negras como nubes tormentosas; mas la espuma que producían tenía color de fuego; y el rugir de las aguas a sus pies, y el tronar de la tempestad encima de su cabeza se sumaron y confundieron en el momento preciso en que arrojó a la corriente el frasco del agua bendita.

Y tan pronto lo hubo ejecutado, cegáronle los relámpagos, la tierra cedió bajo sus pies y las aguas se juntaron por encima de su cabeza, Y los lamentos del río resonaron con terrible intensidad en el silencio de la noche al precipitarse sobre la Piedra Negra.