EL CAMPESINO PRUDENTE


Había cerca de Ragusa un campesino que, a más de labrar sus tierras, dedicábase al comercio. Cierto día partió para la ciudad llevando consigo todo el dinero que poseía, con el intento de hacer varias compras, y al llegar a una encrucijada, preguntó a un anciano que allí se encontraba, qué camino debía seguir.

-Si quieres que te lo diga me habrás de dar cien escudos -respondióle el desconocido-; no desplegaré mis labios por menos: cada advertencia que hago vale cien escudos limpios.

“¡Ah!, pensó el campesino, contemplando la cara del desconocido, que tenía el aire de un zorro; ¿qué tendrá de particular esta advertencia para valer cien escudos? Debe ser una cosa muy rara, porque, en general, los consejos suelen darse de balde; aun que bien considerado, tampoco suelen valer mucho más”.

-Vamos, habla -dijo al fin en voz alta, volviéndose al anciano-; he aquí los cien escudos.

-Escucha, pues -replicó el desconocido-: Este camino que sigue todo derecho es el camino de hoy; ese que forma un recodo es la senda de mañana. Todavía tengo que hacerte otra advertencia, pero me habrás de abonar otros cien escudos.

Y entrególe otros cien escudos.

-Escucha, pues -le dijo el desconocido-: Cuando, yendo de viaje, entres en alguna hostería, si el hostelero es viejo y el vino joven, prosigue sin demora tu camino, si no quieres que te ocurra una desgracia. Dame otros cien escudos -añadió-, porque tengo todavía otra cosa que decirte.

El campesino volvió a reflexionar.

“¿Qué más tendrá que decirme?

¡Bah!, puesto que he comprado ya dos consejos, bien puedo adquirir el tercero.”

Y le entregó sus últimos escudos.

-Escucha -le dijo el desconocido-: Si alguna vez te encolerizas, reserva para el siguiente día la mitad de tu ira; no la derroches toda en un día.

El campesino tomó de nuevo el camino de su casa, adonde llegó con las manos completamente vacías.

-¿Qué has comprado? -preguntóle su mujer.

-Tan sólo tres advertencias, que me han costado cien escudos cada una -respondióle él.

-¡Bien!, derrocha tu dinero, tíralo a los cuatro vientos, como has hecho toda tu vida.

-Mujer querida -contestóle el campesino, con dulzura-; no me duele el dinero; vas a oír las palabras que he pagado con él.

Y refirió a su mujer lo que el desconocido le había dicho; pero ella, al escucharlo, llamólo loco de atar, que arruinaba su propia casa y dejaba a sus hijos en la calle.

Algún tiempo después, detúvose un mercader ante la puerta de la hacienda, con dos carros atestados de mercancías. Había perdido por el camino a su socio, y ofreció al campesino cincuenta escudos si quería encargarse de uno de los vehículos y marchar en su compañía a la ciudad.

-Espero -le dijo su mujer al escuchar proposición tan tentadora- que no rechazarás semejante oferta; esta vez, por lo menos, ganarás algo.

Partieron; el mercader guiaba el primer carro y el campesino el segundo. El tiempo era infernal; los caminos estaban casi intransitables, y avanzaban con mucha lentitud y trabajo. Cuando llegaron, por fin, a la bifurcación del camino, preguntó el mercader cuál de ellos debían seguir.

-El de mañana -respondióle el campesino-; aunque un poco más largo es más seguro.

El mercader empeñóse en seguir el camino de hoy.

-Ni por cien escudos -le dijo el campesino-, no iría yo por esa senda.

Se separaron. El campesino, que había elegido el camino más largo, llegó, sin embargo, mucho antes que su compañero, sin que su carro sufriera daño alguno; en tanto que el mercader no llegó hasta la noche; su vehículo había volcado en un pantano, todo el cargamento se había echado a perder y, por añadidura, el amo estaba herido.

En la primera hostería donde se detuvieron, el hostelero era viejo, y una rama de pino anunciaba que en ella se expendía vino nuevo. Quiso el mercader pasar en ella la noche; mas el campesino exclamó:

- ¡No me hospedaré yo aquí, aunque me deis cien escudos!

Cerca del anochecer, algunos jóvenes ociosos, que habían bebido demasiado vino nuevo, riñeron por un fútil motivo. Salieron a relucir las navajas; el hostelero, abrumado por el peso de los años, no tuvo fuerzas para separar ni apaciguar a los combatientes. Resultó de la refriega un hombre muerto, y, temiendo a la justicia, ocultaron el cadáver en el carro del mercader allí estacionado.

Éste, que, profundamente dormido, de nada se había enterado, levantóse al amanecer para enganchar los caballos. Aterrado al encontrar un muerto en su carro, trató de escapar prontamente, a fin de no verse envuelto en un proceso molesto; pero no había contado con la policía, que salió en su persecución y no tardó en darle alcance; y en tanto que la justicia esclarecía el asunto, lo encarcelaron y le confiscaron sus bienes.

Cuando supo el campesino lo que le había ocurrido a su compañero, quiso, al menos, poner a buen recaudo el otro vehículo, y emprendió el camino de regreso hacia su casa. Al aproximarse a su huerto, descubrió a la luz del crepúsculo a un joven soldado que, subido en uno de los mejores ciruelos, cosechaba con gran tranquilidad el producto de los afanes del labrador. En un acceso de cólera, requirió el campesino su escopeta para matar al ladrón; más la reflexión se impuso.

“He pagado, pensó, cien escudos por aprender que no conviene gastar todo el coraje en un día. Esperemos a que vuelva mañana el ladrón”.

Y dio un rodeo para penetrar en la casa por otro lado. Pero he aquí que, al llamar a la puerta, se abraza el soldado a su cuello, gritando:

-Padre mío, he aprovechado una corta licencia que me ha sido concedida, para venir a daros una agradable sorpresa y abrazaros. El campesino dijo a su mujer: -Escucha lo que me ha sucedido, y podrás juzgar por ti misma si pagué demasiado caros los tres consejos que me dio el desconocido.

Refirióle la historia de sus últimas aventuras, como el mercader fue condenado a la horca, por no haber podido probar su inocencia, hallóse el campesino heredero de aquel gran imprudente.

Y, una vez enriquecido, repetía diariamente que jamás se paga bastante un buen consejo.


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