UN ACTO DE HONRADEZ


Durante la guerra franco-prusiana, un destacamento de franceses había salido a forrajear a un campo donde abundaba la cebada. A su paso encontraron un caserón, y después de presentarse al dueño, que era un pobre labriego ya anciano, le expusieron sus deseos de ser guiados hasta cualquiera de los campos de la región para que sus animales pudieran alimentarse. Con aparente buena voluntad y con cierta vivacidad, el anciano se dispuso enseguida a complacerlos, acompañándolos al campo.

El día estaba claro, soplaba un suave viento que hacía balancear las maduras espigas y enredaba los blanquísimos cabellos del anciano.

Colocado a la cabeza del destacamento, como guía, pasó por uno y otro campo, sin detenerse, maravillándose el oficial de que no llegaran nunca a sitio conveniente, a pesar de que habían cruzado ya varias heredades repletas de cebada. Por fin paróse el anciano y señaló una de ellas, diciendo: “Aquí es. Pueden ustedes proveerse de cuanto forraje necesiten”. “¿Y cómo así? -le preguntó el oficial-, ¿Por qué no nos hemos detenido en esas otras que estaban más cerca?” “Porque -respondió modestamente el labriego- esos sembrados no son míos.”

El honrado anciano, no obstante la libertad relativa que tenía para no mermar su hacienda, aprovechándose de la de los demás, consintió en sacrificarse antes que faltar a los dictados de su honradez.


Pagina anterior: EL TIGRE QUE SE PRESENTA DE NOCHE
Pagina siguiente: EL PATITO FEO