EL AGUA DE LA VIDA


Había una vez un poderoso monarca cuyo reino durante mucho tiempo había gozado de la mayor fortuna y opulencia. El rey disfrutaba de todas las delicias de la vida, cuando cierto día cayó enfermo de tanta gravedad, que se desesperó de salvarlo. Sus tres hijos estaban en la mayor aflicción viendo el gravísimo estado de su padre.

Una mañana que se encontraban llorando en el jardín de palacio, un viejo venerable se les apareció y les preguntó la causa de su pena. Ellos se la contaron, y entonces el anciano les dijo:

-Pues yo conozco un remedio que puede curar a vuestro padre: es el agua de la vida. ¡Pero es tan difícil de obtener!

Los príncipes le dirigieron infinidad de preguntas para que les indicase dónde se encontraba aquella agua maravillosa; pero el anciano no pudo o no quiso decirles más que el camino que tenían que seguir.

El mayor de los príncipes dijo a su padre que quería ir a buscar aquel remedio soberano.

-Ya sé que existe -dijo el rey-, pero hay que vencer tantos peligros antes de llegar a la fuente donde mana esa agua, que prefiero morir antes que verte expuesto a tales azares.

El príncipe, que pensaba que si lograba sacar a su padre de la muerte llegaría a ser el hijo predilecto, insistió tanto que el rey hubo de autorizarlo para que intentara la aventura. Partió el joven sobre un caballo muy veloz, en la dirección indicada por el viejo. Al cabo de algunos días, atravesando una explanada desierta, se le acercó un enano y le gritó:

-¿Adonde vas tan a prisa?

-Enano del infierno, a ti ¿qué te importa?

Entonces el hombrecillo, muy airado, hizo una señal misteriosa con una varilla, y el príncipe, arrastrado por el furioso galope de su caballo, so encontró entre dos montañas; el camino se estrechó de tal manera que al cabo no pudo avanzar; quiso volver el caballo, pero no pudo conseguirlo, ni tampoco apearse, y así tuvo que quedar aprisionado, sufriendo hambre y sed, aunque sin perecer.

Al cabo de quince días, como no se recibían noticias suyas, su hermano segundo, que se alegraba en el fondo de su corazón con la idea de que su hermano mayor había muerto y de que él heredaría todo el reino, pidió a su vez permiso para salir en busca del agua de la vida.

El rey acabó por acceder a sus ruegos, y el príncipe se puso en camino como su hermano. Al llegar a la misma explanada se encontró también al enano, el cual le preguntó a dónde iba con tanta prisa.

-¡Oye, tapón de alberca, batatita -contestó el príncipe-, no sé cómo no te doy un latigazo por tu pregunta importuna!

El enano se irritó, y poco tiempo después el príncipe se encontró como su hermano, inmóvil entre las rocas de las montañas. Aquellos dos orgullosos sin corazón habían recibido su merecido castigo.

En esto, el príncipe menor pidió a su vez ir en busca del agua de la vida; confiaba en que sus hermanos no habrían muerto y que podría librarlos de las asechanzas o de los lazos en que hubieran podido caer. El rey se resistió a dejar a su último hijo que se expusiera por él; pero el príncipe se puso tan triste por no poder arriesgar su vida en el intento de salvar la de su padre, que se temió que cayera enfermo, y al fin se le permitió partir.

Como sus dos hermanos, vio sobre la explanada al enano, el cual, acercándose, le preguntó a dónde iba.

Como el príncipe era cariñoso y afable, detuvo su caballo y contestó:

-Voy en busca del agua de la vida, y deseo encontrarla para salvar a mi querido padre, el rey, que perece por momentos.

-Puesto que me has contestado con afecto -dijo el enano-, voy a indicarte el camino que debes seguir: al final de la explanada, no entres en la garganta entre montañas, que se encuentra al frente; echa por la izquierda, y cuando llegues a una encrucijada, toma también el camino de la izquierda. Dentro de dos días estarás delante del palacio encantado en cuyo patio está el manantial del agua de la vida. El palacio está cerrado por una fortísima puerta de hierro, pero en cuanto la toques tres veces con esta sortija que te entrego, se abrirá de par en par. Apenas entres, verás dos enormes leones dispuestos a lanzarse sobre ti para devorarte: toma estos dos pasteles, échaselos, y te dejarán pasar. Entonces date prisa y busca el manantial del agua de la vida, porque es preciso que salgas a tiempo del castillo. Al dar las doce del día se cerrará la puerta, y si te quedaras dentro, ni yo mismo podría sacarte de allí.

El príncipe dio las gracias con efusión al enano, y siguiendo el camino que éste le indicara, llegó frente al palacio encantado. Al tercer golpe de la sortija se abrió la puerta; los dos leones, apaciguados con los pasteles que les echó el príncipe, no le hicieron nada, y éste pudo penetrar en los grandes y espléndidos salones del palacio. Por todas partes se encontraban inmóviles y sumidos en un profundo sueño una multitud de señores y de criados. Sobre una mesa vio el príncipe una espada y un saquito lleno de trigo, y como un secreto presentimiento le dijera que aquellos objetos pudieran serle útiles, los tomó.

En el salón último vio a una joven princesa de maravillosa hermosura, la cual salió a su encuentro y le dijo que, habiendo conseguido penetrar en aquellos lugares, quedaba roto el encanto que pesaba sobre ella y todos los súbditos de su reino; pero el efecto del sortilegio no podía cesar de inmediato.

-Dentro de un año justo -añadió la princesa-, vuelve aquí y serás mi esposo.

Después ella misma le indicó dónde estaba la fuente del agua de la vida, y lo despidió recomendándole que se marchara enseguida por el agua, para salir del palacio antes de las doce.

El príncipe atravesó de nuevo los salones por donde había pasado. En uno vio un magnífico lecho que convidaba al reposo, y como estaba fatigadísimo con su viaje de más de quince días, se recostó en la cama y no tardó en quedarse profundamente dormido.

Por fortuna, por un movimiento que hizo se le cayó la espada al suelo, y al ruido despertó el príncipe, quien se levantó precipitadamente, corrió al manantial y allí llenó una botella del agua prodigiosa. Viendo que el Sol estaba cerca del cénit, echó a correr para salir del palacio. Apenas había traspasado los umbrales, sonaron las doce, la puerta se cerró con estrépito, y dando con los talones del príncipe, le arrancó las espuelas.

Lleno de alegría el joven al pensar que su padre no tardaría en recobrar la salud, tomó el camino de vuelta.

En la explanada volvió a encontrar al enano, el cual, al ver la espada y el saquito de trigo, le dijo:

-¡Qué bien has hecho en coger eso! Con esa espada un solo hombre puede vencer a los ejércitos más numerosos y valientes, y de este saco se puede extraer tanto trigo como se quiera, porque nunca quedará vacío.

El príncipe, maravillado al saber las prodigiosas virtudes de aquellos objetos, estaba, sin embargo, preocupado pensando en sus hermanos, y preguntó al hombrecillo si podía decirle cuál había sido su suerte.

-¡Ya lo creo! No están lejos de aquí. Se encuentran encerrados en estrechos caminos: los maldije por su enorme orgullo.

El príncipe suplicó de tal manera al enanillo que perdonase y libertara a sus hermanos, que al fin aquél consintió, pero diciéndole:

-Tendrás que arrepentirte de tu bondad; desconfía de ellos, porque tienen muy mal corazón.

Algunas horas más tarde, los dos príncipes, libres del encanto que los retenía prisioneros, fueron a unirse a su hermano, el cual les contó todas sus maravillosas aventuras y les dijo que al cabo de un año volvería al palacio para casarse con la bella princesa y reinar con ella en una grande y hermosa comarca.

Después emprendieron los tres el camino para volver a su país. Pasaron por un reino desolado por el hambre y la guerra, y el más joven de los príncipes confió a aquel rey su saco de trigo y su espada mágica. El enemigo fue vergonzosamente rechazado, y se llenaron de trigo todos los depósitos. El príncipe volvió a coger su espada y su saco y propuso, para ganar tiempo y devolver cuanto antes la salud a su padre, volver por mar a su país. Así lo hicieron, y durante la travesía los dos hermanos mayores, temerosos de que su padre dejase al menor heredero del trono, cierta noche que el joven dormía profundamente le quitaron el agua de la vida de la botella y llenaron ésta con agua del mar. También quisieron apoderarse de la espada y del saco de trigo; pero en el momento en que iban a tomarlos, los vieron desaparecer.

El joven príncipe, cuando al despertarse no los encontró, se preocupó muy poco, porque lo que quería era curar a su padre. Al llegar a palacio se precipitó el príncipe menor al lado del rey, y presentándole la botella, le rogó que bebiera de su contenido. El rey tragó con mucho trabajo algunos sorbos de agua del mar y se sintió peor que antes.

Entonces se presentaron los otros dos hermanos y acusaron al menor de haber querido envenenar a su padre, al cual ofrecieron una redoma que habían llenado con el agua de la vida.

Apenas tomó el rey algunas gotas de aquella agua, se levantó del lecho lleno de salud y de vida.

El pobre príncipe fue arrojado ignominiosamente de la presencia de su padre, lo que le ocasionó uno de los más grandes pesares; sus hermanos fueron a buscarlo y le dijeron en tono de burla:

-¡Qué tonto has sido! Tú has tenido el trabajo y nosotros el provecho, porque te quitamos el agua de la vida mientras dormías en la embarcación. Hubiéramos podido arrojarte al mar; pero tuvimos lástima de ti; mas como llegues a decir la verdad a nuestro padre, date por muerto. Tampoco pienses en casarte con la princesa, porque su mano es para uno de nosotros dos.

El príncipe, herido en sus sentimientos más delicados, injuriado por su padre y traicionado por sus hermanos, no respondió una palabra, ni aun siquiera trató de hacer saber al rey la verdad, no por miedo a sus hermanos, sino porque estaba indignado de que su padre lo hubiera creído capaz de intentar envenenarlo.

El rey, viendo que su hijo no se justificaba, creyó a pie juntillas que era cierta la acusación lanzada contra él; reunió en secreto a sus ministros y consejeros, y les preguntó qué debía hacer. Todos opinaron que el príncipe había merecido la muerte, y el rey ordenó a uno de sus criados que lo acompañara a la caza y lo matara en el bosque.

Pero el criado, que había visto al príncipe siempre bueno y generoso, no podía creer que fuese culpable, y se horrorizaba al pensar que tendría que darle muerte.

El príncipe, que observó su preocupación y tristeza, le preguntó la causa, y el criado se la contó.

-Es preciso que el rey crea que has cumplido sus órdenes -dijo el joven-; sin eso, su cólera caería sobre ti. Búscame un traje modesto, y yo te daré mi lujoso vestido, que llevarás al rey como prueba de mi muerte. Después abandonaré el país.

Así lo hicieron. Poco tiempo después llegó una embajada portadora de magníficos regalos para el príncipe menor por haber salvado un reino del hambre y de la guerra. Esto hizo al rey reflexionar y acordarse del carácter amable y bondadoso de su hijo: se arrepintió de haber dado oídos a la calumnia y se lo vio desesperar por haber mandado que lo mataran.

Entonces el servidor le dijo la verdad, y el rey hizo anunciar por todo el país que su hijo era inocente del delito que se le imputaba, y que deseaba con toda su alma que volviera a la corte. Pero la noticia no llegó a conocimiento del príncipe, que había encontrado a su amigo el enano, el cual le facilitó los medios para vivir espléndidamente.

En esto la princesa, que había sido librada del encanto que la tenía encerrada en su palacio, hizo cubrir con placas de oro macizo, brillantes, esmeraldas y zafiros todo el centro del camino que llevaba hasta la puerta del palacio.

-Muy pronto -dijo a sus servidores- vendrá el príncipe que ha de ser mi esposo: lo reconoceréis porque será el único que eche su caballo por el centro del camino. Quizás vengan otros pretendientes, pero marcharán a los lados del camino: a ésos echadlos a palos.

En efecto, transcurrido un año, día por día, desde aquél en que el príncipe menor hubo penetrado en el palacio, el hermano mayor se dirigió allá pensando desposarse con la bella princesa.

Cuando observó el oro y las pedrerías que cubrían e-1 centro del camino, no quiso que su caballo hiciera pedazos riquezas tan enormes, que creía iban a pertenecerle, y así, marchó por uno de los lados; pero al llegar a la puerta, y apenas se anunció como futuro esposo de la princesa, se vio burlado y perseguido a latigazos.

El príncipe segundo lo siguió poco después. También por avaricia no quiso aplastar las esmeraldas y zafiros del camino, y tuvo la misma suerte que su hermano mayor.

Por fin llegó el más joven de los príncipes, el cual, preocupado con la dicha de ver a la hermosa princesa, ni siquiera reparó en que el camino estaba empedrado con brillantes y esmeraldas, y así dejó a su caballo que galopara sobre aquellas incalculables riquezas. Cuando llegó frente al palacio, la puerta se abrió de par en par, sonaron las orquestas, y una multitud de caballeros lujosamente vestidos salió a saludarlo.

Bien pronto apareció la princesa, y las bodas se celebraron con gran magnificencia.

El príncipe, proclamado rey del país, supo que su padre lo hacía buscar por todas partes, y entonces fue a verlo y le contó cuanto había ocurrido.

El rey enseguida mandó soldados para prender a los malos príncipes, los cuales, viendo descubierta su traición, se embarcaron para huir a lejanos países; pero una tempestad destrozó la nave donde iban y perecieron ahogados en el naufragio.