De cómo la inteligencia descubre lo más oculto de los seres


No basta que una mente sea equilibrada en sus juicios y razonamientos para que consideremos a la inteligencia completamente desarrollada. Cuando hablamos del amo del cuerpo notamos que el hombre es un espíritu encarnado, mezcla original de alma y cuerpo unidos íntimamente en una unidad indisociable. Ello nos dice que si la capacidad de pensar nos viene de lo que hay en nosotros de sutil, de ubicuo como el viento, es decir, del espíritu, éste, sin embargo, jamás se distancia de nuestro cuerpo y aun en la operación de pensar, que le es propia, se resiente de esta vecindad que la impregna de pesadez, de contorno retaceado y espeso, de ubicación y localización en el espacio y en el tiempo con que ella lo agobia.

Hay, por esto, como una contradicción en el seno de la inteligencia: por una parte lo que ella toca se reviste siempre de inmaterialidad, de trascendencia; por otra, le pesa y le atrae lo sensible, material y concreto. Esto nos explica por qué la inteligencia, en ciertas operaciones, sólo se siente cómoda ante objetos determinados, y por qué el razonamiento, sobre todo deductivo, halla su campo adecuado cuando versa sobre la materia que abstrae de lo concreto, como es la cantidad de que trata las matemáticas. De ahí también el que las ciencias, para constituirse como tales, tiendan a asumir los modos de la matemática, y busquen definir a sus objetos según relaciones cuantitativas. Ahora bien, notamos que el mundo está poblado además por seres que no son materiales, y que aun los seres materiales, en su existir bruto, mantienen relaciones tan vivas que, abstraídas, se marchitan y mueren. ¿Puede la inteligencia traducir todos estos objetos a su manera? Si la inteligencia fuese sólo razonamiento y deducción, le sería difícil hacerlo; de hecho, mucho escaparía a su aprehensión y tendría que resignarse con un conocimiento disecado de estos objetos. Pero la inteligencia tiene también otro aspecto, otra ladera de la inmensa montaña de que hablábamos; lo llamamos la intuición. Más allá del razonamiento frío, más allá de la deducción matemática descubre caminos secretos, evoca presencias intangibles. Y, como el concepto, desnudo y solo, no le basta para traducir todo esto, recurre a la paleta policroma de la imaginación y ella le brinda la gama de sus colores, los arpegios de sus sonidos, la suavidad o la dureza de sus sensaciones. Nada de cuanto así se sugiere podrá, para ser válido, oponerse a lo que el razonamiento deduce legítimamente; la intuición no debe oponerse al razonamiento; pero lo que sí puede y hace es caminar delante de él, prolongarlo y decirnos muchas intimidades del mundo que, de otro modo, callaría el silencio.

Hemos examinado distintas laderas de la montaña de la inteligencia. Ella es enorme: está equipada con instrumentos variados y puede así comprender todas las cosas. El hombre juzga, razona, compara, establece valoraciones, descubre afinidades, domina el presente, resucita el pasado, presiente el futuro: la inteligencia ha hecho de él el amo del Universo. Es verdad, no todos los hombres desarrollaron su inteligencia de igual modo; a los que lo hicieron en una forma notable y desentrañaron visiones nuevas, veladas hasta entonces, los saludamos con respeto.