Por medio del ordenamiento es posible ayudar a la memoria


Muchas veces hemos leído acerca de hombres cuya memoria fue prodigiosa. Napoleón es uno de esos casos portentosos, pues se dice de él que era capaz de llamar por su nombre a cada uno de sus soldados y repetir cuáles eran las hazañas que había cumplido y en qué lugar. Napoleón estaba orgulloso de su memoria y siempre decía a sus ayudantes que “una cabeza sin memoria es una plaza fuerte sin guarnición”. El gran general tenía evidentemente razón, pero como a nadie le es dado poseer una memoria según su agrado, lo mejor es ayudar a la que poseemos. Muchos procedimientos se han imaginado para este fin, y reunidos todos bajo el nombre de mnemotecnia, palabra formada por dos raíces griegas y que significa técnica de la memoria, constituyen hoy una verdadera ayuda para los educadores.

Cicerón, el gran orador romano, ha sido uno de los primeros que se valió de procedimientos mnemotécnicos. Como debía pronunciar extensos alegatos en el foro, los que muchas veces preparaba de un día para otro, y como en su tiempo no se acostumbraba a llevar los discursos escritos, para aprenderlos rápidamente de memoria se valía del ingenioso procedimiento de asociar las diversas partes del discurso con las partes de una casa. La introducción la asociaba al pórtico, y así sucesivamente las otras partes de su largo discurso a las diversas estancias y dependencias de su mansión. También solía utilizar, y todavía se la aprovecha, la asociación de frases con fantoches o figuras grotescas dispuestas según un orden cualquiera. En el momento en que no recordaba una frase le bastaba pensar qué fantoche había situado en esa altura del discurso, para que la frase perdida viniera inmediatamente a su disciplinada memoria.

El material clasificado es mucho más fácil de recordar que el desordenado. Por conocido, parece inútil insistir en este hecho. Sin embargo, cuando un estudiante rinde examen, un empleado da cuenta a su jefe de la tarea cumplida, se pierden a menudo en un verdadero laberinto. Invierten el orden de sucesión, olvidan puntos fundamentales y se detienen más de la cuenta en cuestiones accesorias. Lo que pudo ser aclarado con dos frases se convierte en un largo relato con balbuceos y saltos inesperados. Esto se aplica a todo orden de actividad mental; por ello cualquier sistema mnemotécnico es bueno, pero a condición de proceder ordenadamente. El procedimiento ciceroniano admite cierta libertad por ser general y aplicable a muchos casos; mas, en los ejemplos que seguirán, el orden es la base del éxito. Una mente ordenada ganó la mitad de la batalla por el mejoramiento de la memoria. Es el poder del orden.

Concretemos con un ejemplo: se observan los objetos que hay sobre una mesa durante un minuto y después se procura repetir el nombre de los mismos. Pocos podrán enumerarlos si no están ordenados. Ahora fijemos la atención en la mesa después de ordenar los objetos durante medio minuto, y pasado ese lapso, si hubo verdadera concentración, podremos enumerar sin equivocarnos los objetos distribuidos sobre la mesa. En ambos casos se trata de los mismos objetos. En el primer ejemplo se encuentran en completo desorden un cenicero al lado de una escuadra, un cigarrillo junto a un lápiz, dos botellas sobre un periódico, etc. En el segundo ejemplo la mesa presenta otro aspecto: está dividida en cuatro secciones, y en cada sección un grupo de objetos afines entre ellos. El tiempo necesario para retener esta imagen será justamente la mitad que en el caso anterior, y, con seguridad, la memoria se comportará admirablemente. Ensayemos este ejercicio con los muebles de nuestro cuarto, los libros de una estantería, una serie de fotografías, y veremos cuan importante es sistematizar el orden.

En el orden reside la base de toda educación de la memoria, y por ello debemos acostumbrar nuestra mente al orden, hábito que también será útil para cualquier circunstancia de la vida. Acostumbrados a clasificar percepciones y recuerdos, cualquier medio bastará para desarrollar una buena memoria.

El Plaza Hotel de Nueva York goza de merecida reputación por el ambiente de cordialidad que de inmediato rodea a todo huésped. ¿Cómo ocurre eso? Muy sencillamente. La sensación de sentirnos extraños cohíbe. Cuando llaman por teléfono al señor del cuarto 315, cuando varias veces al día el portero nos interroga sin reconocernos, nuestra personalidad se siente disminuida. Ningún lazo de simpatía nos une con esas gentes, y las mejores comodidades del hotel no impiden que lo cambiemos por otro más modesto pero más acogedor. Así lo comprendieron los directores del Plaza Hotel de Nueva York. A la hora de haber llegado, todos los empleados conocen al huésped: ¿A qué piso va, señor Gutiérrez?, pregunta el ascensorista; ;Señor Gutiérrez, el té está servido!, dice la mucama; Buenos días, señor Gutiérrez, exclama el portero. Todos, desde el gerente al mozo, saben que usted se llama Gutiérrez. No es el señor del cuarto 315, no es un extraño que deambula por pasillos y salas; es -gracias al mágico puente de simpatía que tiende su nombre- un amigo entre amigos. No pensará cambiar de hotel, y siempre que vuelva a la ciudad de Nueva York se albergará en el Plaza Hotel.

Sabemos que Temístocles reconocía a los 21.000 ciudadanos de Atenas a primera vista y por su nombre; Napoleón repetía las hazañas de cualquiera de sus mejores soldados. Temístocles y Napoleón son casos excepcionales, pero todos debemos tener buena memoria de rostros y nombres: el político que espera el voto de sus conciudadanos, el comerciante que debe guiar a su cliente en la elección de la mercadería, el médico ante quien desfilan centenares de pacientes, el portero que debe satisfacer pedidos de los locatarios. Estas experiencias de la vida diaria nos hacen comprender que la habilidad para reconocer a una persona se apoya en tres requisitos, todos de igual importancia, pero uno de los cuales -el último- es más difícil de poseer en la mayoría de los casos:

1 - La facultad de recordar un rostro.
2 - La facultad de recordar un nombre.
3 - La facultad adecuada para ligar un nombre con un rostro.

Afortunadamente, casi siempre poseemos una o dos de estas facultades, y, aun careciendo de las tres, la voluntad puesta al servicio de la ejercitación ayuda a su desarrollo.

Ejemplos más comunes y muy útiles son aquellos de disponer cosas que siempre resulta difícil recordar, como los días que tienen los meses del año, en forma de versos, cuya rima y cadencia nos lleva a recordarlos. Un ejemplo es la conocida estrofa:

Treinta días trae noviembre, con abril, junio y setiembre; veintiocho tiene uno y los demás treinta y uno.