La Durande hace la felicidad de maese Lethierry


Y llegó por fin el gran día, y con estrepitoso ruido y echando bocanadas de humo, a modo de un pequeño volcán que hubiese entrado de pronto en actividad, y con unas ruedas que se les antojaban monstruosas aletas a los sencillos pescadores que nunca habían visto buque semejante, comenzó la Durande su nueva vida de vapor costero; y como podía admitir mucha más carga que los antiguos barcos de cabotaje y hacía la travesía de puerto a puerto en menos tiempo, la Durande obtuvo el mejor éxito desde el primer viaje.

Con esto volvieron los días más felices de maese Lethierry, el cual se creía el más venturoso de los mortales, cuando a bordo de su poderoso vapor cruzaba por los puertos de las islas del Canal o a través de las aguas, a menudo peligrosas, de la vieja ciudad de piratas de Saint-Malo, en la peñascosa costa de Francia. Prósperos y dichosos transcurrieron así los años hasta que, hinchadas por el reumatismo las articulaciones de su cuerpo, entregó el capitán el mando de su buque a un diestro marinero llamado Clubín, tenido por tan honrado como hábil en las cosas del mar.

La honradez de Clubín, sin embargo, dependía de no haberse presentado la ocasión de demostrar que tenía alma de pícaro. Había esperado pacientemente que surgiera la oportunidad de enriquecerse a costa de su amo y dedicarse luego, con su dinero mal ganado, a otra ocupación más placentera que la de navegar por las tempestuosas aguas del Canal. Para ayudarse, llegado el caso, poseía una curiosa invención de América, que un hombre le había vendido, en forma de revólver. Y así esperaba el día en que pudiera dar su golpe maestro.

Clubín dejó fondeada la Durande en Saint-Malo. Había llegado la hora de dar el golpe para adquirir fortuna. Armado del revólver salió de la ciudad y se encaminó a un bosque situado a cierta distancia y limitado por el borde de un alto acantilado que proyectaba su sombra sobre las aguas del Canal, hondas y traicioneras como su pensamiento.