El lugar en el que se expían las culpas menos graves


El monte del Purgatorio estaba rodeado de superpuestas y anchas mesetas. Por un tortuoso camino abierto en la roca, subimos a la primera meseta, donde se precipitaban innumerables almas culpables del pecado de soberbia. Delante de nosotros pasaron en fatigosa procesión, inclinada cada una bajo el peso de una enorme piedra, y jadeantes de fatiga. Entretanto, yo observaba que en la roca eme formaba la base de la meseta había unas maravillosas esculturas con figuras de tamaño natural, que representaban escenas de gran humildad, como la Purísima Virgen ante el ángel Gabriel. Los espíritus, con los cuales hablamos, proclamaban la vanidad de la fama mundanal, y voces dulcísimas cantaban “Bienaventurados los pobres de espíritu”.

Al subir a la segunda meseta, salieron a nuestro encuentro las más lamentables sombras, vestidas de cilicio; y vi que estaban ciegas, porque sus párpados estaban cosidos con un alambre. Invisibles espíritus cantaban entretanto loores a la caridad, diciendo: “Amad a vuestros enemigos.” Y supe que aquellos infelices expiaban el pecado de la envidia. En la tercera meseta, donde se purgan las faltas que hace cometer la ira, nos encontramos rodeados de una niebla tan densa, que tuve que apoyarme sobre el hombro de mi compañero, para que me guiara, mientras por doquiera se oían voces pidiendo al Señor perdón y misericordia. Allí estaban las almas de los que habían pecado por pereza, melancolía e indiferencia; y Virgilio me enseñó que estos defectos eran debidos a falta de amor. Subiendo todavía llegamos a la quinta meseta, donde vimos a varias almas que estaban postradas, la faz en el suelo, llorando y suspirando, mientras exclamaban: “Mi alma se ha pegado al polvo.” Eran las víctimas del pecado de avaricia, las cuales ensalzaban ahora la santa pobreza.

Nos habíamos alejado un poco de allí, cuando sentimos temblar la montaña entera, y por todas partes se oyeron voces que cantaban Gloria in excelsis, como sucedía cada vez que un espíritu, allí detenido, había purificado suficientemente su voluntad para pasar a otras pruebas o a la felicidad del Cielo. El alma que en aquel momento quedaba libertada subió con nosotros a la sexta meseta, -donde los que habían pecado por gula expiaban su falta sufriendo hambre y sed, y percibiendo la fragancia de exquisitos frutos. De allí ascendimos a la séptima meseta, que era la última, donde purgaban sus faltas los incontinentes. Horribles llamas brotaban de la roca por un lado, mientras al opuesto se abría un precipicio, de modo que al menor movimiento hubieran caído en él. Entre las llamas se oían tristes voces que ensalzaban Ja castidad.

Habíamos atravesado todas las mesetas de la montaña, donde las almas se purificaban de sus faltas, y Virgilio, guiándome a través de una muralla de intenso fuego, que ni siquiera chamuscó mi vestidura, me llevó al Paraíso terrenal, en la cumbre del monte. Al llegar allí díjome que me dejaba dueño exclusivo de mi voluntad, hasta que Beatriz viniese hacia mí.

El paisaje era maravilloso. Las selvas rebosaban de canoros pajarillos, y una dulce brisa acariciaba murmuradora el follaje. Me acerqué a un arroyuelo de límpidas aguas y en la otra ribera, entre la verde frescura, divisé a una joven, que discurría sola cantando y cogiendo una tras otra las flores que esmaltaban el camino por donde iba. Hablóle, y ella se acercó sonriendo a la orilla y entonces quedé subyugado por su extremada belleza. Me dijo que las aguas del riachuelo tenían la virtud de hacer olvidar la memoria del pecado, y de despertar la de toda buena acción. Luego volvió a cantar: “Bienaventurados aquellos cuyos pecados han sido perdonados”, mientras íbamos siguiendo el arroyuelo, separados por su mansa corriente, hasta que encontramos una extraña comitiva. Lo primero que de ella se veía eran siete brillantes candelabros, más resplandecientes que la luna, entre voces que cantaban “¡Hosanna! ¡Hosanna!” Venía, luego, una multitud seguida de veinticuatro ancianos y cuatro grandes animales, con seis alas cada uno y gran número de ojos; y entre estas cuatro singulares bestias avanzaba majestuoso un carro triunfal, arrastrado por un grifo, mitad águila y mitad león; el cual, tendiendo sus alas las elevaba tanto que no se alcanzaba a ver su fin. Siete doncellas seguían el carro y detrás de ellas venían siete hombres venerables, las sienes ceñidas de rosas. Al llegar el carro delante de mí, se oyó el estallido de un trueno y el carro paró. Entonces se me apareció una beldad coronada de ramas de olivo sobre el candido velo, cubierta de verde manto y de una túnica de color de fuego, y conocí que era Beatriz, a quien tanto yo había querido. Miré a mi alrededor buscando a Virgilio, pero había desaparecido. En aquel momento ella se volvió a mí con severidad, y explicó a sus compañeros que mi vida me había conducido hasta tan cerca de la perdición, que nada más que la vista de la morada de los condenados podía salvarme. Confesé mis culpas y fui bañado en las aguas del olvido, y luego me dieron a beber las que traen a la memoria el bien pasado.


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