El paraíso


En el cielo fui testigo de delicias tales, que no las puede narrar lengua humana; pero dejadme que trate de hablaros de lo que conserva mi memoria. Al conducirme mi amada Beatriz al primer Cielo, la Luna, me explicó de qué modo iríamos subiendo por voluntad de Dios. También me dijo que la región que estaba por encima de las demás regiones era el Cielo Empíreo, habitado por la Paz Divina, y que allí había el noveno Cielo, cuya virtud es la causa de la Naturaleza y de su existencia y que asimismo se encontraba en su interior la esfera de las estrellas fijas, que es el octavo Cielo. Dentro de éste seguían siete cielos más, cada uno en forma de esfera vacía, conteniendo el cielo inmediato. El séptimo Cielo era el del planeta Saturno; el sexto el de Júpiter; el quinto de Marte; el cuarto del Sol; el tercero de Venus; el segundo de Mercurio y el primer Cielo era el de la Luna. Por todos ellos habíamos de pasar subiendo desde la Tierra; y conversando con las almas bienaventuradas que habitaban estos Cielos diversos, llegué a conocer profundas verdades y se desvanecieron muchas de mis dudas. Además, Beatriz, que no se apartaba nunca de mi lado y cuya hermosura celestial aumentaba a medida que íbamos subiendo, disipaba con frecuencia mi ignorancia torpe.

En el segundo Cielo, el emperador Justiniano nos habló de las victorias de los antiguos ejércitos romanos, y explicó que Mercurio servía de morada a las almas buenas que en la Tierra habían buscado fama y honores, y cuyo amor de Dios estaba, por tanto, mezclado con humanos afectos. En Venus, el tercer Cielo, encontramos al famoso Carlos Martel, rey de Hungría, y también al poeta Folco, que censuró el descuido de papas y cardenales. En el cuarto Cielo, el Sol, vimos al gran maestro Tomás de Aquino, el cual elogió mucho a san Francisco de Asís. San Buenaventura, a su vez, tributó grandes alabanzas a santo Domingo; y el gran rey Salomón nos explicó cuan gloriosos aparecerán los bienaventurados después de la resurrección de los cuerpos. Al subir hacia Marte, que es el quinto de los Cielos, descubrí allí una Cruz resplandeciente, formada por dos ráfagas luminosas, y en ella reclinada la dulce figura de Cristo. A través de los rayos de luz que la Cruz despedía, iban pasando las almas de los que por Cristo habían combatido; y de la Cruz venía también una armonía deliciosa, de la que oí estas palabras: “Resucita y triunfa.”

En este mismo Cielo un antepasado mío vino a decirme cuan sencillo, pacífico y honrado era en su tiempo el pueblo de Florencia, y de qué modo había caído en la molicie, en la soberbia y en las luchas fratricidas, y me profetizó mi futuro destierro.