Totalmente derrotado el cacique Caupolicán huye y se refugia en los montes


Ercilla. que había llegado la noche anterior con un refuerzo de treinta hombres, cuenta cómo se produjo el casi instantáneo ataque de los encubiertos indios:

“...sin son de tropa, ni instrumento, en callado tropel arremetieron...”

El horror de este combate excedió el de cuantos lo precedieron en Arauco: indescriptible fue el estrago. Órdenes y ayes. Detonaciones y relinchos. Humo y sangre. Heridos... Agonizantes... Muertos, por todas partes... ¡Ay, una vez más el ejército araucano mordió el polvo de la derrota!

El prestigio de Caupolicán no pudo resistir tamaño golpe, de modo que optó por licenciar a su cansada y desilusionada gente, eso sí, no sin recomendarles a todos que estuvieran alerta a su primer aviso para reemprender la guerra.

Y con sólo diez hombres de absoluta confianza y probada valentía, diose a vagar de incógnito por los montes de su tierra nativa.

Durante mucho tiempo consiguió burlar la activa persecución de que fue objeto, pero un día, uno de los muchos araucanos a quien los españoles amenazaban, castigaban y torturaban para que denunciaran el paradero del cacique fugitivo, lo entregó vilmente. Poco más tarde, una patrulla lo sorprendía en el rincón de la selva donde había buscado refugio, y lo condujo al fuerte de Purén.

Ya a solas con Reinoso, le dijo palabras tan dignas como éstas:

“Soy quien mató a Valdivia en Tucapelo, y quien dejó a Purén desmantelado; soy el que puso a Penco por el suelo, y el que tantas batallas ha ganado...”

“...Aplaca el pecho airado, que la ira es en el poderoso impertinente, y si en darme la muerte estás ya puesto, especie de piedad es darla presto”.