Caupolicán muere como un héroe, altiva y majestuosamente


Pero de nada le valió su elocuente discurso ni su formal promesa de establecer la religión católica, deponer las armas y obedecer al rey de España, porque a muerte atroz e ignominiosa

“fue condenado en pública sentencia”.

Imperturbable escuchó el terrible fallo, si bien la conmoción interior debió ser muy grande, pues pidió ser bautizado para morir cristiano.

En la hora de la ejecución, ascendió con firmeza al tablado a cuyo pie habíase reunido una expectante multitud. Después de pasear sobre ella la serena mirada, como advirtiera que oficiaría de verdugo un negro esclavo, increpó a los españoles, presa de natural indignación, por inferir esa última afrenta a una persona de su rango y, a pesar de estorbárselo las cadenas, aplicóle tal puntapié al verdugo, que lo hizo rodar mal herido.

Reprimiéronle no sin trabajo y, en seguida lo empalaron, esto es, lo hicieron caer sentado sobre una aguda estaca que le perforó las entrañas. Soportó tan horrendo martirio con extraordinario valor, sin proferir un grito, sin un gesto ni una queja.

A continuación, seis arqueros, apostados a treinta pasos, le asestaron en el pecho desnudo un centenar de flechas.

Con los ojos abiertos, era tal la majestad de aquel semblante no desfigurado por la bien sobrellevada cuanto afrentosa muerte, que no sólo respeto sino hasta miedo daba mirarlo, por lo cual nadie se animó a ello.