De otras muy curiosas aventuras ocurridas a Pablos


En el camino topó con sus compañeros, los cuales estaban estudiando, en unos dados, tretas de juego; contóles Pablos el grande aprieto en que se había visto y lo que le había sucedido. Calmáronle ellos, y le dijeron que en casa de un vecino boticario se jugaba al azar. Al oír esto, determinó Pablos ir allí a ejercitar sus mañas, y así envió delante a los amigos. Entraron éstos en casa del boticario y le dijeron si gustaría de jugar con un fraile benito que acababa de llegar a curarse en casa de unas primas suyas. Crecióle el ojo al boticario y al poco rato entró Pablos con un hábito de monje, unos anteojos y barba postiza. Entró muy humilde, sentóse, comenzó el juego, y en espacio de tres horas se llevó más de mil trescientos reales. Fuese con sus camaradas a casa a medianoche, acostóse, y a la mañana siguiente, al levantarse y buscar sus dineros, halló que otros habían hecho tanto como él.

Hallóse, pues, sin dinero, y determinó ganarlo valiéndose de nueva traza. Vendió sus vestidos, cuellos y jubones, que era todo muy bueno. Compró dos muletas, un atavío de pobre, todo él remendado y ancho; colgóse un Cristo de bronce al cuello, y con frases doloridas púsose a pedir por las calles. Llovían los ochavos y ganaba mucho, si no pasaba delante de él un mocetón mal carado, manco de brazos, y con una pierna menos, que rondaba las mismas calles con un carretón y cogía mayor limosna. Hízose amigo de él y aprendió sus finas artes de mendigo.

"Si pasaba mujer, decía: Señora hermosa, sea Dios en su ánima; y las más, porque las llamase así, le daban limosna y pasaban por allí, aunque no fuese camino para sus visitas. Si pasaba un soldadico: ¡Ah, señor capitán! -decía-; y otro hombre cualquiera: ¡Ah, señor caballero! Si iba alguno en coche, luego le llamaba señoría; y si clérigo en muía, señor arcediano; en fin, él adulaba a todos terriblemente,"

Vino Pablos a tener tanta amistad con el mendigo que, siguiendo sus consejos, hallóse en menos de un mes con bastantes ahorros. Dedicáronse luego ambos amigos a otra industria; y era que robaban niños cada día, a los cuales obligaban a recoger limosna por las calles y a hurtar lo que pudiesen. Otras veces iban en busca de sus padres o allegados a entregárselos, diciendo cómo los habían encontrado en la calle y les habían salvado de las ruedas de un carro o de las patas de un caballo. Quedaban los padres alborozados del hallazgo de los niños y recompensaban largamente a sus salvadores. Habiendo reunido abundantes escudos de tal suerte, determinó Pablos salir de la corte y dirigirse a Toledo, donde ni conocía ni era conocido de nadie. Compró un vestido pardo, cuello y espada, y púsose en camino hacia dicha ciudad.