De cómo salió Pablos de la cárcel y de lo que luego aconteció


Salió de la cárcel y se halló solo, sin los amigos; y aunque le avisaron que iban camino de Sevilla a costa de la caridad, no los quiso seguir. Determinó ir a una posada, donde halló una hospedera entrometida y vanidosa.

"Ceceaba un poco; tenía miedo a los ratones; preciábase de manos, y por enseñarlas, siempre despabilaba las velas y partía la comida en la mesa; en la iglesia siempre tenía alzadas las manos; por las calles iba enseñando qué cosa era de uno y cuál de otro; en la sala de continuo tenía un alfiler que prender en el tocado; si se jugaba a algún juego, era siempre al de piz-pirigaña, por ser cosa de mostrar manos; hacía que bostezaba, sin tener gana, por mostrar dientes, y hacer cruces en la boca. Al fin, toda la casa tenía tan manoseada, que enfadaba ya a sus mismos padres."

Hizo la joven muy buena acogida a Pablos, quien, aunque no estaba tan bien vestido como era razón, dio en acreditarse de rico, enviando amigos a buscarle precisamente cuando no estaba en la posada.

Llegó uno preguntando por un tal don Ramiro, que así dijo era su nombre, un hidalgo rico y de negocios. Respondiéronle las amas que allí no vivía sino un don Ramiro de Guzmán, más roto que rico, pequeño de cuerpo, feo de cara y pobre.

-Ése es el que yo digo, y no quisiera más renta al servicio de Dios que la que él disfruta, de más de mil ducados.

Contóles otros embustes; quedáronse espantadas, y creyendo la riqueza la niña y la madre pusieron en él ojos más bondadosos.

Una noche, para confirmarlas más en tal creencia, se cerró Pablos en su aposento, que estaba separado del que ocupaban aquéllas por un tabique muy delgado; y sacando cincuenta escudos, los contó tantas veces, que oyeron contar seis mil. Esto surtió el efecto que podía desear Pablos, ya que de allí en adelante se desvelaron sus amas por regalarle y servirle.

Al fin, deseoso de correr nuevas aventuras, determinó salir de la casa; y para no pagar comida, cama ni posada, hizo que unos amigos suyos representasen la farsa de venir a prenderle una noche, como acertadamente lo hicieron.

Comenzó entonces Pablos a pensar en el provecho que se le seguiría en casarse con ostentación, a título de rico, que era cosa que sucedía muchas veces en la corte, y codicioso de pescar mujer hacendada, visitó muchas almonedas y compró su aderezo de boda. Alquiló un caballo, y fuese a pasear a donde solían concurrir las gentes de pro. Pasó un coche de damas y acercóse a él. Luego advirtió que iban en él dos doncellas acompañadas de madre y tía, y como buen picarón entabló conversación con las últimas, diciéndoles mil ternezas, con lo que cautivó provechosamente la voluntad de las dos viejas.

Invitado por ellas, fuese al día siguiente a su casa, y como les había dicho que se llamaba don Felipe Tristán, en todo el día no había otra cosa que don Felipe acá y don Felipe allá. Sentáronse a la mesa, comieron caliente y fiambre, frutas y dulces. Al levantar los manteles, vio venir a un caballero con dos criados. Era don Diego Coronel, su antiguo amo y amigo. Habló éste a las damas y díjoles que aquel que ellas tenían por caballero tan principal no era sino un bajo picarón, hijo de madre hechicera y de padre ladrón ajusticiado, y sobrino de tío verdugo. Afrentado Pablos por el descubrimiento de su pasada y turbia vida, no halló mejor remedio a su infortunio que desaparecer de aquella casa en que tan risueños horizontes se le abrían.