Historia de Abenabet, rey de Sevilla, y su mujer Romaiquía


También dijo el conde Lucanor que con frecuencia se había asombrado al ver cuan prontos son los hombres en olvidar los beneficios y la ingratitud que muestran hacia sus bienhechores. Replicó Patronio que en muchos casos tenían la culpa de ello los mismos que prodigan el bien a sus semejantes, por descuidar la prudencia y discreción en el modo de prestar favores. Y a continuación le refirió la historia de Abenabet, rey de Sevilla, y de su mujer Romaiquía.

"Tan ardientemente quería el soberano a su esposa, que no había cosa que no estuviera dispuesto a hacer con tal de darle gusto. Romaiquía estaba dotada de extraordinaria gracia y belleza, y era al principio muy amada de su pueblo. Pero las lisonjas la hicieron insolente y voluntariosa, de tal suerte que siempre estaba quejándose de algo, y cada día se le hacía más difícil al rey el poder complacerla.

"Una vez tuvo deseos de recorrer una parte de su país y emprendió el viaje en su litera tirada por mulas. Pero acertó a ver las montañas cubiertas de nieve de Sierra Nevada, y al regresar a su palacio no hacía sino llorar. El rey le preguntó el motivo de su desconsuelo, y ella replicó que estaba triste, porque desde el sitio donde vivía no le era posible divisar la cándida nieve.

"Entonces el rey mandó plantar almendros en todo el país, desde Sevilla a Córdoba, porque en primavera, la blancura de sus flores semeja nieve recién caída, y pensaba que esta ilusión satisfaría a su amada, dejando así de suspirar por la nieve que había encantado sus ojos.

"En otra ocasión paseaba Romaiquía por las orillas del Guadalquivir, cuando vio a una mujer que, mezclando agua con la arcilla, formaba ladrillos. La reina empezó a llorar, y al preguntarle su marido la razón de sus lágrimas, contestó que a ella también le gustaría amasar arcilla para hacer ladrillos, como la mujer que había visto. Creyendo darle gusto ordenó el rey que trajeran jarros de agua de rosas y jofainas de flor de harina, azúcar y toda clase de especias; hizo construir un estanque y lo llenó con agua de rosas, para que la hermosa reina pudiera quitarse sus medias y zapatitos, como la mujer a orillas del río, y divertirse construyendo ladrillos con las finas provisiones que había mandado traerle.

"Pero todavía volvió a prorrumpir en llanto la reina, porque no tenía paja, como la mujer que vio junto al río; y el rey envió a buscar montones de cañas de azúcar, y las más raras hierbas y delicadas flores, para que pudiera servirse de ellas como aquella mujer se servía de la paja.

"Al día siguiente lloró otra vez la reina; y al preguntarle la causa su esposo, respondió ella que no sabía por qué lloraba, pero que eso no tenía ninguna importancia, ya que el rey no satisfacía ninguno de sus deseos ni trataba de complacerla en nada. Entonces un prudente y discreto cortesano, que cerca de allí estaba, dijo: "¡Oh rey! Tuya es la culpa y no de la reina. Porque en verdad no das satisfacción a sus deseos, sino que vas mucho más allá, de modo que ya sus caprichos no reconocen límites, y todo lo que has hecho por ella lo tiene en nada"."

Esta historieta enseñó al conde Lucanor que, si se prodigan hasta la extravagancia los beneficios, el indiscreto bienhechor debe echarse a sí mismo la culpa, cuando en pago de sus bondades sólo encuentra ingratitud. Y Patronio le dijo también que no deben olvidarse los favores recibidos, aunque el bienhechor cese de prodigarlos; que no es razón para mostrarnos ingratos al bien que se nos ha hecho, el que no duren eternamente estos favores.