Concibe Dantés un asombroso y atrevidísimo proyecto de evasión


Abrió Edmundo el fúnebre envoltorio, sacó de él el cadáver de su compañero y con un esfuerzo lento y doloroso a la par, hízolo pasar por la galería de comunicación hasta su calabozo. Colocólo en su lecho de cara a la pared y le-tapó con sus propios andrajos, de modo que, al entrar el carcelero con la cena, creyese que era Dantés que dormía, como había sucedido muchas otras veces. Terminada esta operación, Edmundo fue a ocupar en el saco el puesto del difunto; cosióse por dentro con la aguja que había sido una de las herramientas más ingeniosas del abate. Retuvo en su mano el cuchillo del abate y palpitándole fuertemente el corazón aguardó los acontecimientos.

Pasaron las horas con desesperante lentitud, hasta que, por fin, oyó los pesados pasos de los carceleros que bajaban al calabozo. En medio de los chistes más groseros sobre el Abate Loco y después de alguna conversación acerca de atar el nudo, cosa que intrigó vivamente a Edmundo, levantaron el saco. Colocáronlo en unas andas llevadas por dos hombres y tras algunas maniobras que, él no pudo comprender, pusiéronse éstos en marcha por los corredores del castillo, alumbrados por otro hombre que llevaba una antorcha en la mano. Poco después llegaron a una poterna que fue abierta; al pasar por ella oyóse el ruido del mar que se estrellaba contra las rocas.