Monte-Cristo contrae un extraño compromiso con Maximiliano Morrel


Parecía una cosa muy singular el pedir a un amante, cuya prometida había sido sepultada, que tuviera esperanza y que se presentase a Monte-Cristo dentro de un año. Y este es el compromiso que contrajeron ambos.

Mercedes y su hijo habían, entretanto, hecho donación a los establecimientos de beneficencia de las mal adquiridas riquezas, que Fernando dejara al morir. Monte-Cristo compró la casa de Marsella, en que su padre había vivido, y en el jardín de la misma enterró el dinero de la dote que primero había ahorrado, cuando iba a casarse con Mercedes. Esta casa, y la dote enterrada, fue el regalo que le hizo; y en ella pasó la hermosa Condesa sus días, viviendo sin pompa ni boato de ningún género, ayudada también en sus gastos con una parte de la paga que su hijo disfrutaba como oficial del ejército.

Cuando hubo transcurrido un año, durante el cual Monte-Cristo había rogado a Maximiliano que esperara, encontráronse ambos en Marsella y, embarcados en el yate, hicieron rumbo a la isla de Monte-Cristo. Sentados en la gruta misteriosa, preguntóle el Conde si pensaba todavía de la misma manera, a lo que Morrel replicó que nada había logrado amenguar el inmenso dolor que sentía por la muerte de Valentina. Continuaba resuelto a morir. Faltaban aún tres horas para que transcurriese el tiempo, durante el cual había prometido vivir Maximiliano.

Instalados cómodamente en aquel extraño salón, cuyas estatuas, colocadas alrededor de la mesa del banquete, sostenían canastillas de plata, siempre cargadas de fruta, por más que se sacase de ellas, pusiéronse a disertar largamente sobre los encantos y amarguras de la vida. Por fin dio el Conde a Maximiliano una cucharadita de una substancia misteriosa, a la que se atribuía la virtud de producir la muerte sin causar el más leve dolor.