El extraño conde de Monte-Cristo llega a París


Pasaban los años y continuaban prosperando, al parecer, todos los malvados personajes, actores principales de nuestro drama. Unos ocho años después de la tragedia ocurrida en el mesón de Caderousse, comenzó a descollar entre la buena sociedad parisiense un cierto Conde de Monte-Cristo. Este nombre había despertado pensamientos de novela y de deslumbrantes riquezas en la imaginación de todo el mundo, puesto que había sido el héroe de cien extrañas historias, más propias de los tiempos de las Mil y Una Noches, que de la primera mitad del siglo XIX. Alberto, hijo del Conde de Morcerf, fue el primero que presentó a la aristocracia de París al Conde de Monte-Cristo. Habíanse conocido en Roma, donde Monte-Cristo tuvo ocasión de prestar un señalado servicio al Vizconde Alberto de Morcerf y a su amigo el Barón Franz d'Epinay.

Era este Monte-Cristo un hombre alto de estatura, delgado de cuerpo, esbelto y de temperamento duro y resistente. En su rostro, más bien lívido que pálido, campeaban unos ojos grandes, que a veces brillaban con misterioso fulgor. Sus cabellos, negros como el azabache, hacían resaltar más aún la palidez de su rostro.

El Barón Franz estaba convencido de haber visto anteriormente a este extraño personaje. En cierta ocasión Franz había desembarcado en la isla de Monte-Cristo, y encontrado en ella una cuadrilla de contrabandistas, cuyo jefe le invitó a comer. Después de haberle vendado los ojos fue conducido a una gruta alhajada con el lujo más refinado y sorprendente, en uno de cuyos salones le obsequiaron con un suntuoso banquete, que terminó ofreciéndole su anfitrión una pasta verdosa encerrada en hermoso estuche de plata. Era esta pasta el famoso hashish. En cuanto el Barón Franz la hubo probado, quedó sumergido en mágicos ensueños y maravillosas visiones; y, al despertar, hallóse de nuevo tendido a la orilla del mar. Las indagaciones y pesquisas más diligentes no lograron jamás nevarle de nuevo a la entrada secreta de aquella misteriosa gruta.

Corrían en París toda clase de leyendas acerca de la vida y hechos de este Conde de Monte-Cristo. Cuando iba a la Opera, acompañábale una hermosísima joven griega, de la cual se decía que era una princesa llamada Haidée, confiada al cuidado y protección de Monte-Cristo. Una señora muy conocida manifestó que el tal Conde era un vampiro. Pero, precisamente el aire de misterio que le rodeaba, constituía el principal aliciente para que París viera en él un personaje simpático; y, esto aparte, el hecho de tener un crédito ilimitado contra el Barón Danglars bastaba por sí solo para que todo París hablara de él, y se le abriesen todas las puertas.

Había otros, además del Barón Franz, que creían haber tropezado con él en época anterior; y, cuando le presentaron a la Condesa de Morcerf, esta señora mostró tal agitación, que su hijo se alarmó seriamente. Monte-Cristo, sin embargo, no dejaba traslucir en su semblante la menor turbación. La calma y la deliberación se reflejaban en todos sus movimientos; y, mirando a cierta luz, más parecía una máquina que un ser humano. Si había dado una cita para las nueve, se presentaba cuando el reloj estaba dando la quinta campanada. Cuanto decía que iba a hacer, lo ejecutaba exactamente. Y ahora había empezado a llevar adelante los proyectos que había venido madurando en secreto por tanto tiempo, con la seguridad y firmeza incontrastables del destino.

En un barrio de París, llamado Auteuil, había una casa que se alquilaba. Cierto día, fue Monte-Cristo a verla con su mayordomo Bertuccio, pues deseaba adquirirla.

-Decidles que paren en la calle de la Fontaine, número 28,-dijo el Conde mirando fijamente al mayordomo, a quien daba la orden. Gruesas gotas de sudor inundaron la frente del pobre Bertuccio al oír el número de aquella calle, pero dio la orden.