La vida de Confucio. Sus dolorosas experiencias y peregrinaciones

Se supone que Confucio nació en el año 551 antes de J. C. Su padre fue un pundonoroso militar, y, según dicen los chinos, descendía del ilustre emperador que, dos mil años antes, fundó el gran imperio de la China. Cuando el niño Kung sólo contaba tres años, murió su padre. De su primera educación sabemos muy poco, excepto que, según él mismo dijo luego, se aficionó mucho al estudio al cumplir los quince años.

De acuerdo con las costumbres de su país, se casó muy joven; a los veinte años era ya padre. Fue muy pronto oficial del ejército, pero seguía aplicándose al estudio con vehemencia durante sus ocios. Estudiaba preferentemente historia y filosofía, mostrándose muy disgustado del sistema de vida que llevaban sus compatriotas. Esperaba poder aprender el modo de reformar el Estado y, sobre todo, de conseguir el progreso moral de su pueblo. A los treinta años era ya célebre, y de todo el país iban estudiantes a oír sus doctrinas.
Llegó a ser algo así como un ministro de Gracia y Justicia, es decir, el juez superior entre todos los jueces de la nación, y se dice que casi logró suprimir el crimen en absoluto. Sabemos que en cierta ocasión mandó ejecutar a un delincuente; pero ello no obstante, siempre fue contrario a la pena de muerte, pues consideraba que los criminales habían llegado a serlo porque el Estado no se había preocupado de educarlos en la infancia. Cuando un discípulo le preguntaba cómo se podría obtener un buen gobierno, le decía Confucio que los gobernantes debían cuidarse de no cometer cuatro errores graves, el primero de los cuales era no instruir al pueblo y castigarle después, lo que significaba una cruel tiranía.

Pasados dos mil quinientos años, el mundo moderno civilizado comienza a dar la razón a Confucio. Hasta hace poco tiempo se asignaba escasa importancia a los niños en la escuela, y se los castigaba cruelmente cuando cometían alguna falta, lo que los inducía a seguir un mal camino. Pero esto, como decía muy bien Confucio, es una cruel tiranía; de suerte que en ello estamos ahora comenzando a respetar el principio de aquel gran ministro de Justicia chino, que vivió 2.000 años antes de que Colón descubriera América.

Sabemos igualmente que, como juez, tenía una norma que siguen hoy los jueces modernos. «Instruyendo causas -decía Confucio-, soy un hombre como los demás; pero lo esencial e importantísimo es que los demás no acudan a la justicia con demasiada frecuencia». En efecto, cuando hoy los hombres se disputan un derecho, los jueces más discretos tratan de arreglar el asunto amigablemente, procurando que los querellantes no acudan a los tribunales, aunque esto signifique, para los abogados de buena fe, la reducción o la supresión de sus honorarios.

Pero, como sucede y ha sucedido siempre a los grandes hombres -podrían citarse miles de casos-, Confucio, no obstante ser tan bueno, tan sabio y honrado, tuvo muchos enemigos. Éstos se confabularon para derrocar al príncipe que protegía a Confucio, y realizaron una hazaña funesta, que se convirtió en asunto público y obligó a Confucio a dimitir el cargo de ministro. Dedicóse entonces a viajar, y durante muchos años anduvo de una a otra provincia, acompañado de sus discípulos. En algunas partes lo recibían bien y en otras mal, tratándolo como a un perro callejero. De todas partes salió, más pronto o más tarde, penosamente defraudado en sus esperanzas. Siempre se mostraba dispuesto a aconsejar a los príncipes que hallaba a su paso, y hasta les ofrecía su ayuda para que gobernasen según sus principios; pero era tan bueno y sabio que no lo comprendían. Sin embargo, tuvo siempre discípulos fieles, de quienes fue amado y a quienes amó, consolándose así de la ingratitud de su pueblo.