"Cuando cumplo con un deber, no tengo temor a nada"


Infatigable para el trabajo, su espíritu inventivo no decaía nunca. Era su casa de Lima un templo, y allí, al rendir culto a la literatura, descollaban sus geniales condiciones, imponiéndose a todos, y comunicaba su entusiasmo y sus ideas originales, adornadas de un aticismo clásico.

En estas tertulias, Juana Manuela acudía a cada grupo, dejaba caer aquí una frase sencilla, una acertada crítica; salía al encuentro de un recién llegado y, en dos palabras, lo ponía al corriente de lo que aquella noche se trataba para que, sin perder tiempo, pudiera discutir el tema.

Allí se reunían las personalidades literarias más en boga, se desarrollaban temas nuevos y se aplaudía y estimulaba, en veladas inolvidables, a peruanos y extranjeros. Como por entonces vivía de su pluma y de la enseñanza, para llegar al salón principal, los visitantes debían atravesar el que durante el día ocupaban las alumnas.

Su actividad era excepcional, y es digno de notar que Juana Manuela Gorriti fue la escritora sudamericana más popular y también aquella que, en mayor escala, obtuvo producto de sus obras, en una época en que la mujer apenas empezaba a sobresalir y dar pruebas palmarias de su valor intelectual.

En una ocasión fue sorprendida por una amiga, mudándose apresurada de traje y arrojando en un cestón las prendas que rápidamente se quitaba. Ante la mirada interrogativa de ésta, le dijo:

-He pasado la noche y algunas horas de la mañana con una amiga querida que ha muerto de viruelas. ;Tan buena, y en la flor de la vida!

-Pero, ¿no ha temido usted contagiarse?

-Cuando cumplo con un deber no tengo temor a nada...

Estas palabras son su retrato más completo.

Otro rasgo no menos representativo de su carácter se transluce de este emotivo episodio:

Fue en los días aciagos de la guerra entre Chile y Perú. En el antiguo templo de San Francisco de Paula, en Lima, convertido entonces en prisión militar, estaba arrestado por cuestiones de disciplina un hijo de Juana Manuela. Con él había pasado la tarde la noble anciana y, como de costumbre, salió triste y preocupada; sin darse cuenta de ello atravesaba la gran distancia que mediaba entre aquella iglesia y su casa por un puente frontero con la línea ferroviaria de Oraya. Extraña la anciana a cuanto pasaba en su torno, sorda por la excesiva preocupación, no vio la lengua de fuego de la locomotora, ni oyó ni se hizo cargo de los rumores y de las exclamaciones de angustia escapadas a los transeúntes de una y otra orilla. Todo fue obra de un segundo: la anciana volvió la cabeza en el instante mismo en que el eco de la montaña repetía el bramido del coloso, tan cerca ya de ella que la llama podía chamuscar sus vestidos. De un salto, se puso fuera de la vía cuando el tren pasaba a toda velocidad; sintió que la abrazaban, mientras cien gritos de alborozo poblaban los aires saludando la milagrosa salvación. Pocos había entre aquella multitud que no la conocieran y venerasen.

Refiriéndose a este acontecimiento, dice Juana Manuela en su libro El mundo de los recuerdos: “La sangre fría, que más de una vez me ha servido en casos extremos, salvóme entonces de una muerte horrible”.

La gentil escritora era muy conocida en Lima, popularidad debida a que en epidemias y luchas habíasela visto siempre en los hospitales asistiendo a los enfermos, sin temor a contagio, y curando a los heridos sin desfallecimientos femeninos. Era hábil ayudante a la par que enfermera cariñosa y consoladora.

Por raro privilegio, su imaginación conservó sus facultades creadoras hasta los últimos días de su vida, y aunque su salud era delicada y su rostro mostraba las huellas del tiempo, apenas decayeron las juveniles lozanías, lo florido del lenguaje, la riqueza de estilo y de pensamiento, en los momentos postreros. Es que había en ella una segunda vida: la del pasado; la de los recuerdos, risueños unos, azarosos otros; ella los evocaba con tal pasmosa precisión y lujo de pormenores, que constituían, al decir de los que la rodeaban, datos preciosísimos para la historia de Bolivia, Perú y Argentina.

Juana Manuela Gorriti murió en Buenos Aires en 1892, rodeada por el respeto y el cariño de sus contemporáneos; tranquila, serena, con la seguridad de que legaba un nombre ilustre y que su patria y toda América honrarían su memoria.

Pocos meses antes de su muerte escribía a una amiga dilecta y le decía: “Mi querida hija: Esto se acaba. Creo que no te escribiré más”. Aun esta postrera frase demuestra la fortaleza y el temple de aquella mujer notable, que hoy tiene elevado puesto en el templo de la inmortalidad y es luminoso astro en la historia de la literatura hispanoamericana del siglo xix.


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