GABRIELA MISTRAL


En un pueblecito minero de Chile, al comienzo de este siglo, vivía una muchacha llamada Lucila Godoy Alcayaga. De día, en una escuelita rural, atendía a los niños de la región; y de noche, como la heroína de D'Amicis, enseñaba las primera letras a los rudos mineros que aún no sabían leer ni escribir. En los momentos de descanso, en su silencioso aislamiento, tejía versos llenos de música y movimiento:

Caperucita Roja visitará a la abuela
que en el poblado próximo postra un extraño mal;
Caperucita Roja, la de los rizos rubios,
tiene el corazoncito tierno como un panal.

La historia de Lucila Godoy, hasta ese momento, no es muy alegre que digamos. Pero en su dureza ya se prepara, como en la cristalización del diamante, el signo y la belleza de un destino sobrenatural. Había nacido en Elqui, Vicuña, de la provincia de Coquimbo, el 7 de abril de 1889. Ya en la sangre le venía a la niña la vocación de enseñar, porque su padre y su madre eran maestros. Y a pesar de ello -¡extraños caprichos de la vida!-, Lucila no tuvo escuela y quien le enseñó fue su hermana mayor.

Muy pronto pudo descubrir cuan vasto era el mundo, que le revelaba -a ella sola-, en la intimidad, sus claves secretas:

Los astros son rondas de niños jugando la tierra a mirar...
los trigos son talles de niñas jugando a ondular... a ondular...

En esos mundos, tanto el que circundaba su vida terrenal y sus emociones, como aquel insondable y misterioso del conocimiento y del saber entrevisto en la ansiedad de la lectura preferida, la adolescente se atrevió a andar sola, orientándose con ese instinto seguro de los que se hacen a sí mismos. Fue su propia maestra, y anheló serlo de los demás.

Un día piensa: ¡Qué hermoso sería si la llamaran para siempre, maestra! ¡Qué emoción para ella, que con amor y dedicación conmovedora enseña día y noche, si el Estado la autorizara a ejercer el magisterio con justo título! Movida por ese deseo decide ir a la Escuela Normal de Santiago a inscribirse para cursar los estudios docentes; pero la rechazan, ella no tiene cursados los estudios primarios...

Es ése el primer golpe que le enseña lo rudo de la lucha que afrontará en adelante. Sin arredrarse, escondiendo las lágrimas, Lucila Godoy siguió adelante, y la simiente que maduraba en ella en sabiduría, volvíala a sembrar a manos llenas como un alimento para el corazón de sus paisanos. Enseñaba, pero también a cada hora aprendía de los niños y de los duros hombres de la montaña: sabía ya de qué manera estaba formada el alma de su pueblo, de tal modo que fueron sus niños y sus compatriotas humildes quienes le discernieron el título de Maestra que el reglamento le había negado inflexiblemente.