DOÑA MARÍA DE MOLINA


En medio del sinnúmero de discordias y turbulencias que en épocas pasadas agitaron el espíritu castellano, sobresale, como faro de espléndida luz, la noble e ideal figura de una mujer sin par, doña María de Molina.

Sus relevantes dotes y heroicas virtudes conquistáronle, justamente, el título de Grande con que la distingue la Historia. Hija de don Alfonso de León, contrajo matrimonio con el infante don Sancho de Castilla, hijo de Alfonso X, y apodado El Bravo por sus memorables hazañas contra los sarracenos.

En abril de 1284 se trasladaron ambos consortes a Toledo, donde fueron coronados por cuatro obispos; aquí comenzaron las grandes contrariedades que pusieron a prueba el espíritu fuerte de la joven soberana.

Fue doña María el ángel tutelar de don Sancho durante su borrascoso reinado; con su carácter afable y bondadoso lograba apaciguar, en muchas ocasiones, los impulsos del genio arrebatado y violento de su esposo, hasta el punto de conseguir que perdonara la vida al infante don Juan cuando fue preso en Al faro.

Si digna de elogios se nos presenta doña María de Molina durante los años de su matrimonio, se mostró verdaderamente sublime y mereció el epíteto de Grande después del fallecimiento del monarca; sola, supo gobernar con acierto aquel pueblo inconstante y díscolo, siempre ávido de tumultos y revueltas.

Falleció don Sancho en el año 1295, a causa de una enfermedad contraída en el sitio de Tarifa; su muerte dejó huérfano y en el mayor desconsuelo el corazón de su amante esposa. Sin embargo, sólo un momento logró el dolor abatir aquel espíritu gigantesco, pues comprendiendo que como reina y gobernadora se debía toda al bien de su pueblo, retempló su corazón para dedicarse por completo al gobierno del Estado y a la educación de su primogénito, Fernando, niño de nueve años, de quien el rey, en su testamento, habíala nombrado tutora.

Bella es su figura en todos los actos de la vida: bella, cuando permanece horas tras horas en su despacho, sin atender a las fatigas propias del trabajo, ocupándose sólo de los negocios de Estado con tal celo y constancia, que provoca la admiración del pueblo castellano; hermosa cuando en las Cortes escucha con la mayor atención a todos los diputados y habla con ellos de arduos temas, con idoneidad extraordinaria; arrogante ante los muros de Segovia, alborotada por el ingrato infante don Juan, constante perturbador del reino. Allí cobra bríos ante el peligro y, sólo por la elocuencia de sus palabras, Segovia abre sus puertas al joven monarca y le concede los recursos necesarios para la guerra que se presentaba con motivo de la temible liga que habían formado Jaime II, los reyes de Sicilia, Portugal y Granada, y los infantes don Alfonso y don Fernando.

Y tan bello como su figura aparece su corazón, cuya generosidad brilla en todas sus acciones como los luminosos rayos del más pulido diamante. Prueba sublime de ella diola cuando después de la victoria conseguida en el sitio de Mayorga, donde estuvo cuatro meses rodeada por sus enemigos, concedió libre y seguro paso por Valladolid a los sitiadores vencidos, encargados de conducir a sus tierras los cadáveres de sus más distinguidos campeones.

Constante fue la lucha que sufrió doña María durante los años de su regencia, pero su preclara inteligencia halló siempre los medios de combatir las aspiraciones de los ambiciosos, buscando en el apoyo del pueblo el verdadero sostén para el trono de su hijo; y cuando éste reinó con el nombre de Fernando IV, tuvo en muchas ocasiones que recurrir a ella para resolver, por medio de su grande influencia y sabios consejos, importantes y graves conflictos.

Hijo ingrato, sin embargo, con la que tantos sacrificios hiciera por él, halagado por sus propios enemigos, atendió las calumniosas acusaciones que hicieran de aquel modelo de reinas, a quien llegó a pedirle cuentas de la administración durante los años de su regencia. Avergonzado quedó don Fernando de su acción al comprobar, por sí mismo, que su madre había vendido todas sus alhajas para atender a los gastos de la guerra, reservándose solamente un vaso de plata para beber, lo que la colocaba en la modesta condición de tener que comer en escudillas de barro.

Fernando IV, que contrajo enlace en 1302 con la infanta doña Constanza, hija de los reyes de Portugal, y falleció en 1312, dejó un hijo de poco más de un año de edad, cuya tutoría fue también confiada a la capacidad de doña María, la cual demostró una vez más toda la grandeza y superioridad de su preclaro talento.

Tan continuados trabajos y fatigas gastaron su ya quebrantada salud; llegó gravemente enferma a Valladolid cuando se dirigía a Palencia a presidir las Cortes por ella convocadas, y de resultas de la enfermedad falleció a los pocos días, después de dictar su testamento y recibir los auxilios espirituales. Según dejó dispuesto, vistiéronla con el hábito de religiosa dominica y, por igual disposición, fue enterrada en Santa María la Real, monasterio de las monjas de Cister, llamado de las Huelgas de Valladolid, que, como muchos otros, era fundación de la piadosa reina.