El gran navegante llega al Convento de Santa María de la Rábida


Colón, indignado y defraudado al tener conocimiento de tan grandes felonías, y muerta ya su esposa, sacudióse el polvo portugués de sus sandalias y se trasladó a España donde a la sazón reinaban Fernando e Isabel. Colón, como Juana de Arco, creíase guiado en sus actos por la voz del propio Dios, y pensó, sin duda alguna, que la inspiración divina era la que encaminaba sus pasos hacia España. Emprendió el camino a pie, en compañía de un hijo suyo de corta edad, cual otro Marco Polo. Carecía de dinero, iba pobremente ataviado y estaba ya casi desfallecido de hambre, cuando se detuvo una noche con su hijo a la puerta de un monasterio, llamado de Santa María de la Rábida. He aquí el retrato del viajero, en aquella época: “Un hombre que apenas había alcanzado la madurez de la edad, de elevada estatura, robusta complexión, aspecto majestuoso, frente noble, semblante abierto y franco, mirada de expresión pensativa y labios graciosos y dulces. Sus cabellos, que fueran de color rubio tirando a castaño en su primera juventud, hallábanse prematuramente veteados por esos tonos grises, cuya aparición suele ser indicio del trabajo mental y el infortunio. Era su frente altiva; el continuo pensar y las muchas privaciones habían hecho palidecer su rostro, naturalmente rosado y quemado por el sol y la brisa del mar. Los acentos de su voz eran varoniles, penetrantes y ricos, propios de una persona acostumbrada a expresar profundas ideas. Sus gestos no revelaban la menor irreflexión o ligereza; todo era armonioso y grave, hasta en sus más insignificantes movimientos. Parecía respetarse a sí mismo modestamente, u obrar siempre como si estuviera en la presencia de Dios”. El noble aspecto del abatido y maltrecho caminante conmovió a los monjes, y, mientras el padre y el hijo reponían sus agotadas fuerzas con una frugal comida, consistente en pan, agua y aceitunas, llamaron al prior para darle conocimiento de la llegada de los dos viajeros.

Por una rara y providencial coincidencia, el bondadoso prior era tal vez uno de los hombres más a propósito para ayudar a Colón en su empresa; en primer lugar, había vivido algunos años en aquel monasterio, que se hallaba próximo al puerto de Palos, de donde había de salir Colón al frente de su expedición inmortal, y se hallaba familiarizado sobremanera con los marinos y las ciencias náuticas; poseía, en consecuencia, la preparación necesaria para entender los vastos planes de su visitante. En segundo lugar, concurría la circunstancia de que este digno prior había sido con anterioridad confesor de la reina Isabel, y en los años subsiguientes le escribió en favor de Colón, habiéndole de las nobles ambiciones de este visionario y recomendándolo a su buena voluntad y protección.