UN HOMBRE QUE AMO A LOS NIÑOS


Generalmente, en la actualidad las escuelas son locales espaciosos y placenteros, y por lo regular los niños y niñas asisten a ellas con verdadera complacencia; pero no siempre ha ocurrido lo mismo. En el siglo xviii, casi todas las escuelas eran lugares tétricos y sombríos y, por añadidura, los maestros no se esforzaban en hacer la enseñanza lo suficientemente agradable para que los niños se aficionasen a ella.

No obstante, de cuando en cuando se encontraba algún hombre convencido de la necesidad de dar las lecciones en una forma tan atractiva, que los niños sintieran verdadera satisfacción de estar en la escuela. Uno de éstos fue un suizo, llamado Juan Pestalozzi, a quien debemos agradecer muchísimo el desinterés y la abnegación con que puso su tiempo, su dinero y toda su vida al servicio de la idea que constituía la obsesión de su alma.

Pestalozzi, que amaba mucho a los niños, no pudiendo ver sin lástima la miseria en que vivían casi todos los de su tierra, resolvió hacer por ellos algo que les ayudase a ser, a su tiempo, buenos y útiles ciudadanos. Compró una hacienda, construyó un gran edificio y, recogiendo cincuenta niños de los más pobres que pudo encontrar por calles y plazas, se los llevó a vivir consigo a su casa y a enseñarles las labores del campo.

Mas Pestalozzi no era hombre de negocios; apenas hubieron pasado cinco años, echó de ver que había gastado todo su patrimonio y el de su esposa para socorrer a los demás y que le era preciso renunciar a la posesión de su hacienda. Pero había hecho mucho en favor de los niños, pues dejaba demostrado que éstos podían ser educados y acostumbrados al trabajo; y si bien fracasó su propia escuela, en todos los países hallamos hoy escuelas de artes y oficios semejantes a aquélla. Pero no fue únicamente dinero lo que cedió gustoso Pestalozzi para socorrer a niños y niñas; a ellos consagró también enteramente su vida. En 1798, a consecuencia de las crueldades cometidas por el ejército francés en el cantón de Unterwalden, quedaron huérfanos muchos niños; Pestalozzi, renunciando al punto a las comodidades de familia, recogió ochenta de los más pobres en un antiguo convento y se dedicó a enseñarles y a procurarles felicidad. Desde por la mañana hasta por la noche estaba solo con ellos; él atendía a todas sus necesidades, y explicaba las distintas lecciones. “Mis manos estaban en las suyas -nos dice él mismo-, mis ojos descansaban en sus ojos, mis lágrimas brotaban con las de ellos, mis risas formaban coro con las suyas. Ellos estaban conmigo y yo con ellos. La sopa que ellos comían era la mía; su bebida era la mía. A nadie tenía conmigo, ni ama de casa, ni amigos, ni criados, sino sólo a ellos. Si se hallaban bien, allí estaba yo en medio de ellos; si enfermos, me encontraban a su lado. Dormía en medio de ellos. Siempre era yo el último en acostarme y el primero en levantarme; y aun en la cama, rezaba con ellos y les enseñaba hasta que quedaban dormidos... y ellos mismos deseaban que obrase de esta manera”.

Pero la vida del abnegado maestro estaba condenada a sufrir rudos desengaños. Después de un año de hallarse en el convento, las tropas francesas resolvieron utilizarlo como hospital, por lo cual la escuela fue disuelta de nuevo; mas no por eso quedó frustrada la existencia de sacrificio y de amor del gran pedagogo. Aún hoy persiste su obra en muchas escuelas de artes y oficios para pobres, en las cuales niños y niñas aprenden a ejecutar trabajos útiles, que los habilitarán para luchar ventajosamente por la existencia; aún hoy dan fruto sus trabajos, gracias a los cuales se hallan difundidos, por todos los países civilizados del mundo, métodos de enseñanza mejores y más naturales que los que se usaban antiguamente.