LOS MUCHACHOS QUE SALVARON A LOS NÁUFRAGOS


Un buque de guerra británico, el Seringapatam, se hallaba anclado, una tarde de agosto, a la altura de Antigua, una de las islas Leeward, de las Indias Occidentales. Viendo tan hermoso el tiempo y tan calma la mar, propusieron algunos oficiales, como magnífica excursión vespertina, un viajecito en una pinaza a una bahía, a dos millas de distancia. El plan fue llevado a cabo, pero al regreso la embarcación sintió los efectos de aquella engañosa calma.

En los mares tropicales acontece no pocas veces que se presenta un huracán casi repentinamente. Así ocurrió en aquella ocasión; de pronto se levantó un temporal de lluvia; zozobró la embarcación, pero cuantos se hallaban en ella pudieron subir a la regala.

La situación era muy peligrosa, por una parte, porque el bote iba a la deriva, y la tormenta, en el momento menos pensado, podía caer sobre los tripulantes con toda fuerza; y por otra parte, porque se hallaban cerca de aguas en donde abundaban los temidos tiburones, peligro éste mucho mayor todavía que el primero.

Entre los oficiales había un valiente guardia marina, de nombre Smith, que dejó asombrados a sus compañeros al decirles que iba a ganar a nado la costa para buscar socorro.

-¡Cómo! -exclamaron-. ¿Nadar dos millas en un mar lleno de tiburones?

-Sí -persistió-; no nos queda más recurso. ¿Quiere acompañarme alguien? Yo creo que podré conseguir mi objeto.

Los marinos enmudecieron.

Entonces Palmer, guardia marina compañero de Smith, para no ser vencido en valor y no queriendo dejar a su amigo que arriesgase él solo la vida, se prestó a acompañarle hasta donde pudiese, que quizás no podría mucho, porque, además de no ser excelente nadador, era algo débil.

Así, pues, descalzáronse los dos muchachos, quitáronse el gorro y la chaqueta y, después de despedirse de sus compañeros, se arrojaron al agua en dirección a la costa.

Al principio ambos avanzaron mucho; mas los que habían quedado en la pinaza no tardaron en advertir que Smith, poco a poco, había ido llevando considerable ventaja a su compañero Palmer.

Habían salvado los dos muchachos casi la mitad de la distancia que les separaba de la costa, cuando Palmer, cuyos movimientos eran cada vez más débiles, exclamó:

-No puedo más; continúa tú, Smith.

Pero Smith no era hombre capaz de dejar abandonado a su amigo; por el contrario, acercándose a él, insistió en que le apoyase el brazo en el hombro para descansar unos momentos.

Hízolo así Palmer, y encontró alivio aun cuando ambos continuaron moviendo los pies, por temor de que anduviesen siguiéndolos los tiburones. Precisamente por este tiempo, estos animales eran visibles sin necesidad de hacer esfuerzos para descubrirlos, pero quizás porque los muchachos llevaban vestidos oscuros y no dejaron de moverse en el agua durante todo el tiempo, no se vieron atacados por ellos. Mientras tanto, el más fuerte de los nadadores hizo cuanto pudo por alentar a su compañero, que casi se hallaba a punto de desfallecer.

Los últimos metros fueron los más difíciles; pero en el momento oportuno y después de haber nadado por espacio de dos horas, Smith tocó tierra y arrastró a su exhausto compañero hasta la orilla.

Los dos amigos estaban ya en salvo pero faltaba ir en socorro de los camaradas que habían quedado en la embarcación. Smith corrió al pueblo más cercano y, expuesta la situación de sus compañeros, tripuláronse dos botes que salieron en busca de la pinaza; pero como empezaba a ser de noche y la lluvia caía a torrentes, pasaron algunas' horas antes de que los botes salvadores pudieran conseguir su fin. Además, el Seringapatam arrió unas cuantas embarcaciones y las envió en busca de la pinaza, que al fin fue descubierta a seis millas de distancia aproximadamente.