NUMANCIA


Era la época en que se desarrollaban las guerras llamadas de Viriato, 140 años antes de la Era cristiana, en una parte de la península Ibérica, hoy España. Los celtíberos se habían refugiado en la ciudad de Numancia, y Quinto Pompeyo Rufo exigió su entrega bajo severas amenazas. Los numantinos se negaron, y ello provocó la guerra.

Pompeyo, con un ejército de 30.000 soldados, acampó en una altura próxima a la ciudad. Los numantinos y celtas, mandados por Megara, llegaban apenas a 8.000. Megara adoptó la táctica de los ataques y contraataques, pero sin dejarse llevar jamás a una batalla campal, y hostigó a los romanos sin reposo. Éstos pretendieron rendirlos por hambre. Tomaron las ciudades vecinas, aislaron a Numancia e intentaron impedir la entrada de alimentos por el Duero. Llegado el fin del invierno, sin resultado, firmaron con los numantinos una paz que Roma no respetó.

En el mando de los imperiales, relevó Pompilio a Pompeyo Rufo y cambió la táctica del asedio por la del asalto, pero se estrelló contra la valentía indomable de los sitiados, que lo arrollaron y pusieron en fuga ignominiosa.

El sucesor de Pompilio fue Cayo Hostilio Mancino, quien, creyéndose perseguido por los vácceos y los numantinos en un ataque convergente, levantó el sitio, y en el momento de ordenar la retirada fue descubierto y obligado a capitular, concertando una paz que el Senado romano tampoco quiso aceptar.

Tres cónsules designados sucesivamente para proseguir la guerra, se negaron; avergonzada Roma por esa resistencia prolongada, confirió el mando al famoso Escipión Emiliano, vencedor de Cartago.

Para cumplir con sus planes de ase-dio total, Escipión construyó fosos, vallados y empalizadas alrededor de la ciudad indomable. Hizo preparar fortalezas y torres. Dominó la vía de comunicación del río Duero, para cortar el suministro de víveres, con una cadena de gruesas vigas erizadas de puntas de hierro, que no permitía el paso de las embarcaciones. Dotó a su arsenal de numerosas catapultas, máquinas, carros y ballestas para asaltar a la fortaleza.

Hostigados por el hambre, y ante el número cinco veces mayor de soldados y la superioridad de los elementos y armas, los numantinos comprendieron que el desastre era inevitable. Se juramentaron para no entregarse ni vivos ni vencidos. Batallones enteros salían de la plaza en ataques feroces, arrojándose contra los sitiadores para morir matando. Otros, antes que entregarse prisioneros, prefirieron la muerte, inmolándose en las grandes hogueras con las que ellos mismos incendiaron la ciudad. Y no faltaron soldados que s¿ clavaron su propia espada.

Escipión no tomó a Numancia, sino las ruinas de la ciudad. Aquel indomable espíritu, orgullo de España, lo había vencido. Numancia sucumbió, iluminada por la luz de los incendios y de la gloria que le dio el heroísmo del sacrificio supremo.


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