Los pilotos de la base naval estadounidense de Pearl Harbor, héroes desesperados


Uno de los ejemplos que más profundamente nos conmueve el ánimo cuando recordamos o leemos la historia de la segunda Guerra Mundial, es el que dieron los pilotos de la base naval estadounidense de Pearl Harbor cuando fueron sorpresivamente atacados por la flota y la aviación japonesa, el 7 de diciembre de 1941.

Bien puede afirmarse que aquello fue una manifestación de heroísmo colectivo, pues todos se lanzaron hacia sus máquinas en desesperada carrera contra la muerte que llegaba desde los rugientes aparatos nipones. La mayor parte de los aviones estadounidenses fueron destruidos en tierra, y sus tripulantes barridos por el fuego de las ametralladoras japonesas; pero unos cuantos lograron despegar de la pista del aeródromo. Algunos remontaron hasta ponerse en condiciones de atacar al invasor, cuya superioridad numérica era incontrastable; otros fueron abatidos cuando apenas hubieron alcanzado doscientos o trescientos metros de altura. Pero todos testimoniaron su voluntad de morir en defensa de la patria, a pesar de darse cuenta cabalmente que la lucha estaba perdida antes de comenzarla. El primero que logró abatir a un avión japonés fue el piloto Jorge S. Welch, quien, aunque salió con vida entonces, pereció también en aras de la aeronáutica, en 1954, cuando el paracaídas con el que se arrojara al espacio no se abrió.

Por las condiciones adversas en que empeñaron la lucha, por el heroísmo desplegado por todos y cada uno, por la generosa sangre derramada en defensa de su bandera, los pilotos caídos en Pearl Harbor se contarán siempre entre los mártires de la aviación militar de su patria.

Una de las grandes hazañas de la aviación estadounidense durante la segunda Guerra Mundial, fue cumplida el 18 de abril de 1942 por el general James H. Doolittle, quien condujo 16 bombarderos de los llamados "fortalezas volantes", tripulados en total por 80 hombres, en un vuelo sin etapas cuyo objetivo era el bombardeo de Tokio. La maniobra, considerada imposible por la mayor parte de los altos jefes del ejército estadounidense, era vista, en el mismo momento de iniciarse el vuelo, como un patriótico y voluntario acto de sacrificio por parte del general y sus ochenta subordinados; empero, los aviones de Doolittle llegaron a su destino, arrojaron toneladas de bombas sobre Tokio y otras ciudades niponas, y regresaron a su base con la sola excepción de nueve hombres y un aparato perdido. La hazaña del general Doolittle y sus ochenta "cruzados" fue una de las que repercutieron en más alto grado en el ánimo del pueblo de Estados Unidos de América.