Los héroes de la aviación en tiempos de paz: mártires precursores del progreso


Desde que el alemán Otto Lilienthal probó, a fines del siglo pasado, que las teorías de Leonardo da Vinci sobre el vuelo eran realizables, se multiplicaron los intentos para alcanzar el dominio del espacio El nombre de los que lo lograron quedó registrado en los anales de triunfadores, pero cabe decir que junto a ellos, como jalones de un áspero sendero, figuran los nombres de los que sucumbieron en aras del ideal. Es a estos últimos a los que evocaremos a través de la mención de unos cuantos nombres ilustres, que no son los de todos los mártires de la aviación en empresas pacíficas, sino los de muy pocos, los de aquellos que por una u otra circunstancia conmovieron al mundo cuando, en su último vuelo, rindieron sus vidas trágicamente.

Uno de ellos fue el peruano Jorge Chávez, quien un día de setiembre de 1910 lograra vencer a los Alpes, en la primera travesía aérea que se intentó sobre ellos. Partió de Briga (Suiza), se impuso a los terribles vientos que custodian celosamente las nieves del Simplón, y cuando se preparaba a recibir los laureles del triunfador, en Domodossola (Italia), su frágil Blériot, alcanzado por una ráfaga adversa, se precipitó a tierra, con fatales consecuencias para el joven y arriesgado piloto.

Los hermanos Eduardo y Jorge Newbery, considerados como una de las mayores glorias de la aeronáutica argentina, perecieron también en sendas tentativas aerodeportivas. Eduardo Newbery y el sargento Eduardo Homero, como tripulantes del globo El Pampero, se perdieron en la inmensidad del océano Atlántico, sin que jamás lograra saberse a ciencia cierta qué fue de ellos. Y poco después cayó Jorge Newbery, el V de marzo de 1914, en Los Tamarindos, provincia de Mendoza (Argentina), al intentar el cruce de la cordillera de los Andes en aeroplano. La desaparición del fundador del primitivo Centro de Aviación, el primero en su género en Argentina, origen del Aero Club Argentino, y a la vez. uno de los que alentaron la creación de la Escuela de Aviación Militar, constituyó un rudo golpe para las actividades aerodeportivas de la nación del Plata; pero aquella inolvidable figura, de la estirpe magnífica de los caballeros deportistas, erigida en arquetipo, aún siguió alentando a las nuevas generaciones desde las páginas gloriosas que recogieron su ejemplo y su conducta.

John Alcock, el piloto que acompañado de Arthur Brown realizó el primer vuelo sin escalas a través del Atlántico, el 14 de junio de 1919, uniendo la costa de Terranova con la irlandesa, fue otro de los audaces aeronautas que dedicaron cada minuto de su vida a lo que constituyó casi la razón de su existencia; tanto, que apenas una semana después de su brillante éxito, cuando todavía los periódicos de todo el mundo comentaban su empresa, pereció al estrellarse un nuevo tipo de avión anfibio que a la sazón probaba.

La hazaña de Alcock no fue sino el primer paso de otra de mayor envergadura, cuyo cumplimiento reservaba el destino a un joven aviador estadounidense, Charles Lindbergh: unir en un solo vuelo, sin etapas, Nueva York con París.

La proeza fue intentada antes por Rene Fonck, héroe francés de la primera Guerra Mundial, y poco después, el 8 de mayo de 1927, por otros dos aviadores franceses. Charles Nungesser y Francois Coli; levantaron vuelo en París y se internaron en el Atlántico, rumbo a Nueva York. Jamás se tuvo noticias de ellos: la inmensa extensión oceánica guarda el secreto de los trágicos momentos finales de aquellos dos mártires de la aviación, que iniciaron optimistas un camino que habría de ser sin retorno, llevados por su espíritu de aventura y su amor al espacio.

Otro de los que ofrendaron su vida, cual modernos ícaros, fue José Le Brix; en 1931 había dedicado muchas semanas a la preparación del aparato con el que intentaría batir el récord mundial de distancia, en vuelo en línea recta. Animábalo una gran confianza, pues su experiencia en vuelos de larga travesía se había fogueado junto a un as de la aviación civil como Costes, a quien acompañara el 14 de octubre de 1927 en el primer cruce del Atlántico sur, desde San Luis de Senegal (África) a Natal (Brasil); posteriormente, y siempre en el avión que en honor de los desaparecidos pilotos habían llamado Nungesser-Coli, unieron en vuelo, por etapas, las capitales americanas, y desde San Francisco de California, por vía marítima, trasladáronse con su aparato a Yokohama (Japón), para, finalmente, unir Tokio con París en un vuelo por etapas, a través de la India, en solamente siete días, con lo que conquistaron un nuevo récord de velocidad.

Sobradas razones asistían, pues, al confiado Le Brix en vísperas de su intento de 1931; empero, quiso el destino que su avión se estrellara contra los montes Urales, y allí pereciera el gran aviador, cuyo nombre quedó como un nuevo hito en el ya largo camino recorrido por los héroes y mártires de la aeronáutica.