LOS HERMANOS DE VALIENTE


Hay un arroyuelo, el Coquimbo, afluente del Bequeló, en el departamento de Soriano, en la República Oriental del Uruguay, que goza de gran celebridad por la batalla de su nombre, ganada el 4 de junio de 1863 por las fuerzas revolucionarias al mando del general don Venancio Flores, contra la vanguardia del ejército del presidente Berro, a las órdenes del coronel don Bernardino Olid.

Este jefe, creyendo seguro el triunfo, atacó a las fuerzas de la revolución, siendo las suyas inferiores, sin dar conocimiento al grueso del ejército que acaudillaba el general don Servando Gómez. Olid fue vencido, y el mencionado general tuvo que retirarse a la ciudad de Mercedes, a fin de evitar una derrota que, indudablemente, hubiera acentuado la desmoralización ya iniciada por la temeridad del coronel, que era el jefe de la vanguardia derrotada.

En esta acción hubo de las dos partes como ciento y tantos hombres de pérdida, entre muertos, heridos y prisioneros.

Ambos bandos lucharon con denuedo; pues si el ansia de coronarse de gloria, sojuzgando al enemigo y conquistando nuevos territorios, presta valor y ardimiento, aun mayor suelen ser el tesón y el encono que se despliegan en las guerras civiles.

Servían en la vanguardia del coronel Olid tres hermanos que, por rara coincidencia, se apellidaban “de Valiente”, como si ya, desde que nacieron, tal nombre fuese seguro vaticinio de sus valerosas acciones.

Unidos y animados por intenso amor fraternal, que había crecido con ellos a través de los años, sostenían entre sí noble emulación, celoso siempre cada uno de ostentar mayor valor y de observar más loable conducta. En el duro trance a que los habían llevado las sangrientas luchas políticas, no les amedrentaba el crecido número de los adversarios, que allá, en la distancia, en enorme mancha oscura, avanzaban en marcha amenazadora; ni flaqueaba su ánimo ante la posibilidad de la derrota. Era su lema vencer o morir, y a su influjo desaparecían todas las sombras y nubes de desgracia y adversa suerte.

Por otra parte, anidaba en su pecho un inmenso amor a la patria, con sus feraces campiñas, sus sonrientes colinas y su bendito suelo, palpitante de vida y verdor bajo la fecunda caricia del sol; y, llenos de entusiasmo, queríanla toda e intacta para ellos y los suyos; libre y feliz a la sombra de su amada bandera, de sus leyes y de sus gobernantes.

Con tan óptimas disposiciones seguían los hermanos “de Valiente” a su jefe el coronel Olid. Pero la desgracia quiso que, en terrible y singular encuentro, uno de los tres hermanos cayese herido.

Yacía en tierra el infortunado, pálido y desfigurado, lanzando dolientes quejidos; y eran tales las heridas, que se sentía morir por momentos. Un mundo de rencores y odios crecía en el pecho del soldado herido, y a sus labios asomaba un execrable anatema al enemigo, como postrer adiós a la vida que se le escapaba.

De repente, y cuando ya desesperaba de obtener auxilio alguno, viose socorrido por uno de sus hermanos, quien, habiéndole visto caer, y no obedeciendo más que al afecto fraterno, se había lanzado resueltamente en su socorro y, solícito, lo había recogido ya casi exánime. Intentó precipitadamente restañar la abundante sangre que manaba de las heridas, le ayudó después a montar en la grupa de su caballo, y volvió a su puesto en el combate, fiel al cumplimiento de su deber de soldado.

Poco a poco iba el herido reviviendo en su cabeza debilitada las imágenes de la dura pelea, y crecía en su corazón la ira contra sí mismo, despechado de verse inerme e impotente. Asido al arzón, animaba a su hermano con encendidas palabras, espoleando con sus menguadas fuerzas al fogoso caballo, cuando en una furiosa acometida del enemigo, que inopinada e inadvertidamente los rodeó, rodaron ambos jinetes y su alazán, prácticamente acribillados a balazos.

Abalanzáronse sobre ellos los contrarios, dispuestos a rematarlos, pero los dos “de Valiente”, heridos y maltrechos en sus cuerpos, no lo habían sido aún en el temple de sus almas, que no habían recibido la menor lastimadura; y así, irguiéndose amenazadores, envueltos en la púrpura de su sangre, blandieron siniestramente en el aire sus relucientes sables, describiendo círculos de muerte que mantenían a distancia a sus enemigos.

Dura y prolongada fue la resistencia, y más de un cuello enemigo quedó medio cercenado por las tajantes hojas que esgrimían los dos heroicos hermanos; pero, ¡fuerza era ceder! Si su audaz valor no se extinguía, antes bien, crecía bello y altivo, casi toda la sangre había huido de las venas, y una mortal postración se apoderaba de sus corazones.

Ya iban, pues, a abandonarse a lo inevitable, cuando el tercer hermano acudió a galope tendido en su ayuda; apeóse del caballo, y quitándole el freno, en señal de que renunciaba a toda posibilidad de escapar, abrióse intrépidamente paso por entre los ensañados enemigos, que encerraban a los otros dos hermanos en estrecho y mortal anillo, e hiriendo a unos y matando a otros, gritó con voz ronca y estridente: “Donde ellos mueran, caeré yo también”.

Unidos los tres en sublime y fraternal impulso, lucharon desesperadamente contra sus contrarios, que, cual enfurecidos leones, se aprestaban a desgarrar la débil presa. Fueron tantas y tan tremendas las heridas que recibieron, que al fin cayeron exánimes, no sin antes haber dado muerte a diez y ocho de los enemigos.

Así, el amor fraternal y el sagrado fuego del patriotismo sostuvieron y fortalecieron a estos héroes. Su nombre es uno de los más gloriosos blasones de fama inmortal que ennoblece y hace imperecedera la memoria del arroyuelo Coquimbo, cuyas aguas bañan aquellas tierras, regadas con la generosa sangre de los “de Valiente” y de sus denodados compañeros.