UN REY AMANTE DE LOS POBRES


No hay en la historia de España héroe más digno de alabanza que Fernando III, elevado al trono de Castilla y de León en 1217. Este monarca, que tanto trabajó por acrecentar la riqueza y prestigio de su reino, y gracias a cuya energía y habilidad empezaron los cristianos a arrojar a los moros del occidente de Europa, en donde se habían hecho fuertes durante muchos años, fue un hombre enteramente superior a su siglo.

Pero en nada demostró tanto sus grandes talentos y virtudes como en la guerra. En vez Je entrar a saco en las ciudades que conquistaba, permitía a los vencidos retirarse con cuantos bienes podían llevarse consigo. Claro está que alguna vez hizo prisioneros; y por cierto que cuando conquistó la ciudad de Córdoba, capital del poderío mahometano en España, viendo que en la mezquita se habían empleado a modo de lámparas las campanas de una iglesia cristiana, mandó que, en hombros de prisioneros musulmanes, fuesen trasladadas al lugar de su origen, de igual manera que habían sido conducidas a la mezquita por prisioneros cristianos.

Como la mayoría de los grandes hombres que se han distinguido por su rectitud y bondad, Fernando debió gran parte de sus bellas cualidades a su madre, la reina Berenguela, de quien se ha escrito que era una de esas privilegiadas criaturas que parecen haber nacido para practicar el bien y mueren después de haber cumplido su misión. Desde la juventud de Fernando ejerció la madre gran influencia sobre el hijo, consiguiendo así hacerlo afable y piadoso, a pesar de las malas circunstancias que lo rodeaban. En cuanto a esta princesa, jamás hallamos unido su nombre sino a empresas buenas y dignas, y esto en una edad en que no se veía por todas partes otra cosa que la violencia, la injuria y la rapiña.

No fueron solamente las proezas militares de Fernando las que le conquistaron el afecto que su pueblo le tenía y aun la admiración de sus propios enemigos, sino principalmente su justicia y su amor a la verdad. Respetaba ciertamente los derechos de los ricos, pero jamás llegó a permitir que se infiriese la menor violencia en la persona de los pobres. En lo tocante a este punto, atribúyenle los historiadores una frase que lo retrata de cuerpo entero: “Más temo -decía- las maldiciones de una vieja mendiga de mi reino, que a toda la morisma del mundo junta”.

Nunca quiso luchar contra ningún príncipe cristiano, sino únicamente contra los moros, porque creía que éste era un deber sagrado impuesto a todo príncipe que profesara la religión del Crucificado.

Muchas fueron las ocasiones en que demostró gran amor a su pueblo. Nunca se dio por satisfecho, dirigiendo desde su trono y por medio de intermediarios, lo que creyó podía hacer él personalmente; por esto, imponiéndose como una práctica religiosa atender por sí mismo a las necesidades de sus súbditos pobres, no fue raro ver al rey que, vestido con los atavíos reales, servía a los mendigos, quienes en esas ocasiones celebraban un festín a expensas de su monarca.

Por su amor a cuantos lo rodeaban, merecía Fernando el dictado de santo, pero la Iglesia al concedérselo, como efectivamente se lo concedió, atendió no tanto a los actos de caridad de este simpático rey, cuanto a su austera vida religiosa y a sus constantes esfuerzos por convertir a la religión cristiana a los adeptos de Mahoma.


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