LEMPIRA


Geografía paradisíaca, donde se descubrieron restos de construcciones, templos y monumentos que evidenciaban una civilización muy particular; lugar visitado por Colón en su último viaje, eso es el territorio de la actual Honduras.

Ahí nació Lempira, cacique de la provincia de Cerquín, en los años memorables del descubrimiento y la cruza de razas producida por la conquista, en 1497.

Él es el símbolo de su raza guerrera. En el período culminante de su vida de luchas y combates, en lo más bravío de las contiendas guerreras con tribus adversarias, se da cuenta de que sus hermanos de raza corren un peligro que amenaza a todos por igual y, poniendo a un lado las rencillas, logra apagar las hogueras de los odios de tribus y tiende la mano fraternal de la paz, para hacer, de sus enemigos, aliados en defensa de sus tierras, es decir, en defensa de ese incipiente sentimiento de patria.

Sus mismos contrarios lo admiraban. Doscientos pueblos se alistaron a sus órdenes. Bajo su mando se agruparon treinta mil hombres. Pero su fuerza no consistía tan sólo en el número. Entre los que se juramentan con él para la defensa, se hallan sacerdotes, grandes señores, gente principal, en número de dos mil.

Hay en Honduras, en la provincia de Cerquín, donde él más vivió, una altura montañosa como las que cercan en Asturias a Covadonga, y en su cúspide una fortaleza, en la que se situó Lempira. Al igual que el heroico Pelayo, su lema, sin apelación, era triunfar o morir.

Los soldados de Cáceres, por orden del gobernador Montejo, le pusieron sitio para dominarlo. El capitán español creyó muy fácil la empresa ante indios a quienes juzgaba desorganizados y, como las grandes manadas, fáciles de dispersar a gritos.

Pero Lempira conocía desde niño aquellos lugares, que podía recorrer con los ojos cerrados. Fuerte y enérgico, sabía hacerse obedecer; era también previsor y astuto, con ese instinto que da la naturaleza en mayor grado a sus seres predilectos. Y otra condición brillaba en él: amaba a su tierra sojuzgada.

Puso en su defensa las piedras, los montes, los senderos y los ríos. Táctica salvaje pero sabia, de lo que se dieron cuenta sus enemigos por sus constantes reveses y sus pérdidas considerables. Lo que creyó Cáceres campaña de unos días, se prolongaba ya seis meses y amenazaba continuar indefinidamente muy a despecho suyo.

Si no bastaba la fuerza para sojuzgarlo, vería cómo podría obtenerlo por la astucia o la traición: se le anunció a Lempira un heraldo ú¡ paz. El caudillo, tan valiente como noble, se dispuso a recibirlo sin sospechar ninguna infamia.

A esa hora del crepúsculo se aproximó, desde el cuartel de Cáceres al fuerte de Cerquín, un heraldo a caballo. El corcel, sudoroso por la marcha y la pendiente, se detuvo a un tiro de arcabuz del sitio donde Lempira aguardaba con sus ayudantes al enviado. En la grupa del caballo venía un hábil tirador, que se escondía tras el jinete, descansando el cañón de su arma sobre el hombro de éste, para hacer el tiro más certero. Con altivez y desafío, el heraldo le gritó: “¡Ríndete, Lempira!” Y Lempira respondió con vibrante energía lo que ya cien veces había respondido: “¡No!” Se escuchó una detonación; Lempira, herido de un arcabuzazo en la frente, se desplomó como una columna. El traidor huyó.

Bien sabía Cáceres que era ese caudillo el que congregaba a los miles y miles de indígenas con su voz y su ejemplo. Porque al ver muerto al que creían invulnerable, espantados de terror supersticioso, huyeron despavoridos. Ésa fue la vida y muerte de Lempira, uno de los primeros que luchó por la tierra americana.