LA DAMA DE LA LINTERNA


A fines del siglo XIX vivía en una hermosa mansión inglesa, rodeada de un magnífico parque, una niña muy bonita que jugaba con sus muñecas de una manera completamente nueva y sorprendente. Gustábale acariciarlas, las desnudaba y acostaba, y les hacía el té en diminutos utensilios propios para el caso. Pero también hacía algo más. Fingiendo que las muñecas estaban enfermas, las cuidaba como a tales, y figurándose además que les habían ocurrido terribles accidentes, les vendaba las piernas y los brazos con hilas y las trataba con gran delicadeza.

Cuando fue algo mayor entraba en las chozas de los campesinos situadas en las tierras de su padre; y, si encontraba a alguno de ellos enfermo, se ponía inmediatamente a prestarle asistencia y procurar su restablecimiento. Era admirable ver cómo esta niña tan vivaracha, en lugar de pasar el tiempo en juegos y deportes, se dedicaba alegremente a cuidar a los enfermos de la aldea. Trataba con cariño a los animales, y el primer paciente que tuvo fue un perro.

Pasaron años, y esta preciosa criatura, cuyo nombre era Florencia Nightingale, se transformó en una hermosa doncella que tuvo que ir a Londres, con sus padres, para ser presentada en la Corte. Pero las agradables y triviales ocupaciones de sociedad no eran de su agrado, y en vez de asistir a reuniones, visitaba los hospitales de la gran urbe y estudiaba la manera de lograr que los enfermos recobrasen la salud y fuerzas perdidas. En aquella época las enfermeras de los hospitales eran muy ignorantes, y no poco asombro hubieron de causar a Florencia Nightingale los modales rudos y la inconcebible ignorancia que observó en los hospitales ingleses. Resolvió, pues, marcharse a Alemania, para aprender allí el oficio de enfermera, y después pasó a París donde adquirió todos los conocimientos que pudo. Por fin, cuando estuvo bien segura de haber dominado su especialidad, regresó a Inglaterra y dio principio a su tarea de mejorar la asistencia que los enfermos recibían en los hospitales.

En esta ocupación la sorprendió la guerra de Crimea, que estalló entre Rusia e Inglaterra. Al principio no se hablaba más que de la gloria de pelear y de la bravura de los soldados que iban a la muerte cantando. Pero no tardaron en llegar a Inglaterra otros rumores; relaciones espantosas de heridos abandonados a su suerte en el campo de batalla, y de otros infelices operados por cirujanos en las mismas trincheras empapadas de sangre. El país se estremeció de horror al saber tales noticias, y todos clamaron que debía hacerse un esfuerzo extraordinario, algo práctico e inmediato, capaz de evitar tales padecimientos a los heroicos soldados. Ese algo lo hizo Florencia Nightingale.

La niñita de otros tiempos, que había prodigado sus cuidados a los perros de los pastores y se había entretenido en vendar sus muñecas, surgió entonces como el Ángel de Piedad de Inglaterra, en cuya historia brillará siempre con letras de oro, el nombre de Florencia Nightingale. Partió para Crimea con menos de cuarenta enfermeras; y a los pocos meses de su llegada había llevado a cabo un cambio radical en el cuidado de los soldados. Consideren nuestros lectores el bienestar que experimentarían los pobres heridos, cuando se vieron atendidos por afables mujeres, colocados en camas blandas y cómodas, y vendados con amorosa solicitud por delicadas manos que evitaban causarles el más pequeño dolor, al ceñir las vendas alrededor de sus heridas palpitantes. Florencia Nightingale estaba siempre en las salas y por la noche paseaba silenciosamente entre las hileras de camas, llevando una linterna en la mano, para asegurarse de que nada les faltaba a sus pacientes. Al divisar los soldados en medio de la oscuridad a la gentil figura que se movía entre ellos como un ángel, la llamaban "la dama de la linterna". Hasta observaron que su nombre contenía suficientes letras para formar la frase "Flit on, cheering ángel", (revolotea, ángel de consuelo y alegría). Tal era para aquellos miles de soldados víctimas de la guerra: un ángel que los reanimaba y les infundía aliento en su desgracia.

Para dar clara idea de la magnífica obra realizada por esta noble mujer, bastará decir que cuando ella llegó morían el cuarenta y dos por ciento de los heridos, y que poco después de su llegada, esa proporción se redujo a un veinte por ciento. Tuvo a su cargo hasta 10.000 soldados heridos, y cuando tenían que ser transportados a la sala de operaciones, Florencia iba con ellos y permanecía continuamente a su lado y los animaba a soportar todos sus dolores.

Tales hechos no tardaron en hacerse públicos en toda Inglaterra, donde por doquiera se oía pronunciar entre bendiciones el nombre de Florencia Nightingale. Se inició una suscripción a su favor y produjo cincuenta mil libras esterlinas. Envióse un barco de guerra para repatriarla y se hicieron preparativos para celebrar triunfalmente su entrada en Londres. Pero Florencia no codiciaba los aplausos del mundo. Volvió en secreto y se encaminó, tranquila y calladamente, a casa de su padre.