LA CRIADA DEL MOLINERO


En una aldehuela, cerca de Bonn y a orillas del Rin, había un molino. Un domingo, hace ya mucho tiempo, el molinero y su familia fueron a misa, dejando el cuidado del molino a una criada llamada Juanita. Con la criada se quedó también el hijo menor del molinero, niño de cinco años, demasiado pequeño todavía para ir a la iglesia.

Ahora bien; Juanita sostenía relaciones amorosas con un mozo llamado Botteler, de conducta poco recomendable, si bien ella no concedía crédito a las malas referencias que la gente le daba de su novio. Así es que cuando aquel domingo llamó Botteler a la puerta del molino, Juanita, aprovechando la ausencia de sus amos, le dejó entrar y le dio de comer.

Mientras comía, Botteler dejó caer al suelo su cuchillo, y al inclinarse la muchacha para recogerlo, la agarró por el cuello y la amenazó con acuchillarla, si no le decía dónde guardaba su amo el dinero. Entonces conoció Juanita la clase de hombre que era su novio; pero no se acobardó; al contrario, tomó bríos, y mil planes cruzaron por su mente. Apenas podía hablar; sin embargo, consiguió hacer comprender a aquél que estaba dispuesta a satisfacer su deseo, puesto que no podía hacer otra cosa. Y acompañó a su novio al dormitorio del molinero, donde estaba la caja del dinero. Le ofreció un hacha para que abriera a golpes la caja, y le dijo que la esperase, porque ella iba a subir a su cuarto a recoger su dinero y sus vestidos, ya que no podía continuar en el molino, después de haber hecho traición a su amo.

En cuanto Juanita hubo salido de la habitación de su amo, encerró al ladrón, y salió precipitadamente a pedir auxilio. Viendo al hijo menor del molinero, que estaba jugando cerca de la puerta, le dijo que fuera corriendo a buscar a su padre y le dijera que viniese inmediatamente, porque si no venía, sucedería algo terrible. El pequeño, no obstante su corta edad, comprendió en el acto y echó a correr en busca de su padre. Pero en esto oyó Juanita un agudo silbido y, levantando la cabeza, pudo ver que su prisionero, desde una ventana, decía por señas a un camarada que se apoderase del niño. Entonces la joven vio horrorizada que un hombre, levantándose del suelo, agarró violentamente al muchachito y corrió con él hacia el molino.

Otra vez Juanita tuvo que poner a prueba su serenidad. Era preciso salvar al niño, salvarse a sí misma y no descuidar la custodia de la casa. Sintióse revestida de valor, y sus nervios adquirieron el temple del acero; volvió rápidamente al molino y cerró la puerta con llave.

Pronto llegó el hombre que se había apoderado del niño, pidiendo a gritos que lo dejaran entrar. El niño chillaba, aterrado, y el hombre rugía amenazas, blandiendo un cuchillo y diciendo que echaría abajo la puerta. Pero Juanita confiaba en Dios.

Botteler, desde la ventana, dijo a su cómplice que matara al niño. La pobre Juanita se estremeció, pero pensó luego que aquello no podía ser más que una amenaza, ya que la muerte del niño ningún provecho reportaría a los bandidos. El que estaba afuera amenazó con prender fuego al molino. Y en efecto, dejando el niño en el suelo, se dispuso a cumplir su amenaza. Pero, mirando atentamente alrededor del molino, descubrió el hueco donde estaba la rueda. Al punto volvió a amarrar al niño con una cuerda, y se decidió a entrar en el molino, deslizándose por aquel ancho boquete.

Mientras tanto, Juanita pensaba que, si ponía en movimiento las aspas del molino, los campesinos de los alrededores se enterarían de que algo anormal estaba pasando allí.

Conocía el manejo de la máquina y no vaciló en poner en práctica su idea.

La rueda, al principio, iba despacio, después más aprisa y al fin su marcha se hizo casi vertiginosa. No sabía Juanita que el ladrón se había metido en el tambor de la rueda, donde estaba dando vueltas y más vueltas, sin poder parar la máquina, hasta quedar aturdido y sin sentido.

Al fin oyó Juanita sus gritos; pero no lo dejó salir de su terrible prisión porque sabía que no se mataría. Entretanto, la muchacha comenzaba a desesperarse, pues el molinero tardaba en volver y ningún vecino parecía haberse dado cuenta de la señal de alarma que ella había dado.

Por fin, llamaron a la puerta con recios aldabonazos. Allí estaba el amo de Juanita y algunos vecinos, que venían a enterarse por qué trabajaba el molino. Encontraron al niño tendido en el suelo, y amarrado fuertemente, y tan asustado, que no pudo decirles lo que había ocurrido. Juanita lo explicó todo, y al terminar de hacerlo, cayó desvanecida.

La valerosa muchacha había cumplido con su deber, dejando que su amo y los vecinos hicieran lo demás.

Los ladrones fueron aprehendidos, atados y llevados a Bonn. Y allí se les dio el castigo que merecían por sus crímenes. Juanita se casó con el hijo mayor del molinero, y pasaron su vida entera en el molino, que ella había salvado de la destrucción.