LA MUCHACHA QUE SALVO UN FUERTE


Hace más de doscientos años levantábase un fuerte construido con troncos de árboles a orillas del río San Lorenzo y distante unos 30 kilómetros de Montreal (Canadá). Los árboles que crecían junto al fuerte habían sido todos talados, con el objeto de que no pudiese ocultarse el enemigo que pretendiese atacarlo. Alrededor de este fuerte había una sólida empalizada construida con es-lacas clavadas en el suelo, y tan juntas unas de otras, que ni siquiera una bala de fusil hubiese penetrado a través de aquella sólida muralla de madera. Frente al fuerte, y unido a él por medio de un camino subterráneo, había un pequeño blocao, en el cual se guardaban los fusiles, la pólvora y las municiones.

El comandante del fuerte se llamaba Verchéres. Componían su familia su esposa, dos hijitos varones y su hija Magdalena, y tenía a su servicio varios criados.

Durante el larguísimo verano, la familia vivía tranquilamente en su hogar fortificado, situado en el corazón de la selva canadiense, a pesar de saberse que los iroqueses se habían puesto en pie de guerra. Un día, sin embargo, recibió Verchéres orden de viajar a Quebec para resolver varios asuntos. Hallábase su esposa ausente, pues había salido a visitar unos parientes que residían en Montreal, y Verchéres, con harto sentimiento suyo, viose obligado a marchar dejando el fuerte al cuidado de su hija.

-Magdalena -díjole al despedirse-, los iroqueses no se atreverán, probablemente, a llegar tan cerca de Montreal; pero, sin embargo, lo mejor será vigilar cautelosamente.

-Muy bien, papá; no dejaré de vigilar -repuso Magdalena con firmeza-. Lo hallarás todo bien a tu regreso. No te preocupes. Adiós.

Magdalena estuvo lodo aquel día sumida en una especie de delicioso ensueño. Era comandante del fuerte, y la novedad del cargo animábala a más no poder. Mientras miraba por encima de la empalizada, púsose a meditar qué haría si los indios se presentaban. Con la excitación propia de una niña inexperta, casi deseaba verlos. Le gustaría enseñarles de qué manera sabría mandar un fuerte, ¡y aquello sería tan... interesante!

Pero pasaron los días y las semanas con toda tranquilidad, sin que los indios dieran señal alguna de su presencia; y poco a poco iban siendo los días cada vez más cortos y las noches más prolongadas.

Estaban los de la casa tan ocupados, durante aquellos postreros días veraniegos, recogiendo el heno y la leña necesarios para la estación invernal, que todo pensamiento acerca de los iroqueses había sido descartado de su imaginación.

Hallábase un día Magdalena en el muelle, recreándose en la contemplación de las azules y ondulantes aguas del San Lorenzo y aspirando a grandes bocanadas la embalsamada brisa. Uno de los gañanes del fuerte venía bogando hacia tierra, con el bote totalmente lleno de pescado que acababa de coger.

-¿Buena pesca? -preguntóle Magdalena, con interés.

Y mientras esto decía, oyóse detrás de ella el seco estampido producido por un disparo de mosquete.

-¡Los iroqueses! -gritó el gañán, saltando a tierra-. ¡Corra usted, señorita, corra usted!

Y echaron los dos a correr como galgos, pues harto sabían que les iba en ello la vida. Eran media docena de guerreros salvajes, enteramente desnudos, que trataban de cortarles la retirada al fuerte. El gañán casi lloraba de terror, mientras corría; pero Magdalena, que le seguía a pocos pasos, no perdió la serenidad.

-¡A las armas, a las armas! -gritaba a los del fuerte.

Todo era inútil; los criados y los niños habían perdido la cabeza. Cuando Magdalena penetró por la puerta de la empalizada, viose rodeada por las mujeres, que se retorcían las manos desesperadamente exclamando:

-¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer?

-¡Volveos al fuerte, tontas! -gritó airada Magdalena, empujándolas hacia dentro, cerrando violentamente la puerta y corriendo el cerrojo.

Todo era confusión en el fuerte; los niños lloraban y corrían de un lado para otro, como si hubiesen perdido el juicio, y las mujeres sollozaban desatentadamente.

-¡Aquí, vosotros! ¡Seguidme! -exclamó la pequeña Magdalena en un tono que hizo acudir a su lado a los criados-. ¡Vamos, coged unos troncos, aprisa! ¡Ayudadme a tapar estos agujeros! -añadió, señalando unos boquetes que el viento y la lluvia habían abierto en la empalizada.

Tapáronse todos los boquetes rápidamente, pues la imperturbable muchacha dirigía los trabajos, y con sus propias manos ayudaba a plantar las estacas. Siguieron los criados a su capitana con solicitud y diligencia. Olvidáronse de que no era más que una niña cuyas órdenes iban ejecutando, y ella, que tenía en sus venas sangre de generales, tomó el mando con la facilidad del que ha nacido para mandar.

A los niños, que todavía chillaban y lloraban, díjoles con severidad:

-¡Callaos en seguida, o, de lo contrario, moriremos todos! ¡Callaos, vuelvo a deciros!

Los niños, ante el tono tranquilo de su hermana, callaron.

-Lleváoslos al fuerte hasta que se les pase el miedo -dijo Magdalena a una de las mujeres.

Dirigióse luego, apresuradamente, hacia el camino subterráneo que comunicaba con el blocao, para ver cómo estaban las municiones. Encontró dentro a dos de los gañanes, acurrucados en un rincón. Uno de ellos, con mano temblorosa, sostenía un candelabro con una bujía encendida.

-¿Qué hacéis aquí? -preguntóles Magdalena-. Una chispa que caiga de esa bujía en aquel montón de pólvora, bastará para que volemos todos. El hombre, confundido, no acertó a contestar absolutamente nada.

-¿Qué estáis haciendo aquí? -repitió impaciente Magdalena-. ¡Apagad esa bujía inmediatamente!

El hombre murmuró algunas palabras sobre hacer volar el fuerte para no caer en manos de aquellos demonios rojos que tanto chillaban; y apagó la bujía con las yemas de los dedos.

-¡Cobardes! -exclamó Magdalena, dando una patada y haciendo fulgurar sus ojos como carbunclos-. ¡Salid de aquí al momento! Y cogiendo un fusil del armero hizo pasar delante de ella a los miedosos ganapanes.

-¡Id! ¡Armaos enseguida y ocupad vuestro sitio en la empalizada! -díjoles en tono de mando.

-¡Luis, Alejandro! -gritó a sus hermanitos, que aparecieron a la puerta del fuerte-. ¡Coged también fusiles, vosotros! Ya sabéis disparar.

Luego, llamando a su servidumbre, señaló a cada uno el sitio que debía ocupar para la defensa.

- ¡Apresuraos! Haced fuego enseguida y apuntad bien, pues los indios están ya reuniéndose alrededor de la empalizada. ¡Vamos! ¡Rápido!

¡Pim!, ¡pam!, ¡pum!, hacían los mosquetes en rápida sucesión. A través de un agujero disimulado pudo ver Magdalena a los atónitos salvajes escurriéndose hasta ponerse al abrigo de los bosques. Tres formas desnudas yacían tendidas en tierra.

-¡Aprisa! -exclamó Magdalena-. ¡Disparad el cañón!

-Sí, pero -objetó uno de los hombres- sólo gastaremos municiones en balde. No podremos alcanzar a ninguno de esos bribones.

-No importa -contestó la joven capitana-; haced lo que os digo. Eso les intimidará.

¡Boom!, ¡buum!, retumbó el cañón.

Aquella táctica produjo evidentemente el objeto deseado; pasaron las horas, unas tras otras, sin que se notaran señales de la presencia de los indios en los lejanos bosques. Magdalena continuó vigilando cuidadosamente. Una vez creyó haber visto desprenderse las hojas de un arbusto y aparecer una cara cobriza que observaba, pero no estaba bien cierta. Hacia el atardecer los centinelas del fuerte vieron una canoa que venía en demanda de la curva del río.

-Ahí por el río, viene La Fontaine, el colono -gritó uno de los niños.

-Debe venir huyendo de los indios -dijo Magdalena.

-Aquí no podrán entrar -observó uno de los hombres. En cuanto desembarquen, esos bestias se presentarán aullando y les impedirán la entrada al fuerte-. Y diciendo esto, púsose a observar la canoa a través del agujero-. Son seis entre todos, mujeres y niños, -añadió luego en tono compasivo.

Magdalena, con ceño adusto, dijo impacientemente:

-¡No podemos dejar que los maten!

Y apretando el fusil entre las manos, añadió resuelta:

-Ya sé lo que debo hacer; voy a salir a su encuentro.

-¡No, no, señorita! ¡No salga usted! -exclamaron todos, rodeándola.

Mas la valiente niña no hizo caso de nada ni de nadie.

-Los indios pensarán que trato de llevarlos a una emboscada, y lo más probable es que me dejen pasar sin nacerme nada -dijo.

Y, deslizándose por la puerta, dirigióse resueltamente, fusil al hombro, hacia el muelle.

En el lindero del bosque no se notaba movimiento alguno, pues como había supuesto, los indios creyeron realmente que su salida era un ardid para hacerles caer en una emboscada.

-Bien venido seáis, La Fontaine -dijo Magdalena-. Los iroqueses están en el bosque. Vais a marchar detrás de mí, de dos en dos, hasta que lleguemos al fuerte. No os apresuréis.

Llegó el pequeño grupo sano y salvo a la empalizada. Los centinelas apostados toda la noche alrededor de ella gritaban de vez en cuando: “¡Centinela alerta!”, y el que estaba al cuidado del blocao contestaba: “¡Alerta está!”. De este modo hicieron creer a los iroqueses que había en el fuerte la guarnición necesaria para su defensa, y no se atrevieron a atacarlo. Una vez durante la noche oyó Magdalena un suave ruido como de rozamiento contra las puertas.

-Ese ruido se parece al que hace el ganado cuando vuelve del campo, señorita -murmuró, con seguridad, uno de los centinelas.

-No sé -repuso ella, en tono de duda-; los indios se valen de muchos ardides. Hasta pueden hallarse entre las vacas, disfrazados con pieles.

Fue la niña cautelosamente hasta la puerta y, entreabriéndola un poco, sacó la mano fuera. Un hocico fresco y húmedo vino a acariciarla, y, ya tranquilizada, abrió la puerta de par en par para que las vacas pudieran pasar rápidamente.

-¡Pequeña, pequeña! -exclamaba con dulzura, y mientras pasaban iba tocando con la mano el húmedo hocico de cada una. No había indio alguno oculto entre ellas. Entraron todas con aquel paso tardo que las caracteriza, y volvió Magdalena a cerrar la puerta con el cerrojo.

Así pasaron los días, hasta que hubo-transcurrido una semana entera. De vez en cuando veíanse los indios que espiaban el fuerte; pero, como lo creían muy bien defendido, no se atrevían a atacarlo. Todo el día y toda la noche, durante siete horribles e interminables días, los centinelas apostados en el interior permanecieron firmes en sus puestos.

Al séptimo día, cuando parecía que ya no podían resistir más, llegaron refuerzos. Era de noche, y Magdalena se hallaba en la habitación del fuerte, dormida profundamente, reclinada la cabeza sobre una mesa. Tenía el fusil entre los brazos. Uno de los centinelas se le acercó, y díjole con mucha preocupación, llamándola:

-Señorita, oigo ruido desacostumbrado en el desembarcadero.

-¿Qué pasa? -exclamó Magdalena, poniéndose de pie y corriendo hacia la empalizada.

En aquel momento el sonido de un golpe recio vino a mezclarse a los ruidos nocturnos de la selva.

-¿Quién vive? -gritó el centinela. .

-¿Quién vive? -repitió Magdalena.

-¡Francia! -contestaron-. Tropas de socorro.

En un instante reuniéronse todos y abrieron las puertas. Un joven teniente, al frente de su compañía, penetró en el fuerte. Adelantóse Magdalena, fusil en mano y erguida la cabeza.

-Señor -dijo muy seria-, os entrego el fuerte. Por poco no llegáis a tiempo. Mis hombres están completamente extenuados.

Luego, de repente, sintió que el esfuerzo de esos horribles siete días era demasiado para ella; olvidó que había sido la severa capitana de una guarnición, acordándose tan sólo de que era una niña y estaba muy cansada. Rendida por la fatiga cubrióse la cabeza con las manecitas, y rompió a llorar. Tomóla en brazos el teniente y condújola a su habitación.

-¡Pobre niña, valiente y admirable en el peligro! -dijo-; ya es, en verdad, tiempo de acostarte.


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