EL LIBERTADOR DE ESCLAVOS


Hace más de tres siglos, cuando los barcos se aventuraban por los mares con el constante temor de ser capturados por piratas, un bajel francés, que bordeaba el golfo de Lyón, fue apresado por tres corsarios africanos. El capitán fue asesinado, y toda la tripulación y pasajeros, entre los que se hallaba un joven sacerdote, llamado Vicente de Paul, fueron cargados de cadenas y encerrados en la cala del barco corsario.

Allí los prisioneros fueron cruelmente tratados sin tener en consideración que muchos de ellos sufrían aún de las heridas recibidas durante la defensa de su nave. Finalmente, habiendo arribado al puerto de Túnez, los vendieron como esclavos en el mercado de aquella ciudad.

El joven sacerdote hizo cuanto pudo por animar a sus compañeros de cadena y él mismo fue vendido, primeramente, a un pescador y, más tarde, a un médico moro. Cobró éste tan singular afecto a aquel inteligente joven, que le prometió la libertad y vida llena de honores y comodidades si consentía en hacerse mahometano, pero el sacerdote le contestó que prefería vivir esclavo antes que renunciar a la religión cristiana.

Algún tiempo después, murió su amo, y él fue nuevamente mercado por un hombre, natural de Venecia, que había abjurado del cristianismo. Vicente de Paul fue destinado a la labranza de los campos de su señor. En sus ocios gustaba de conversar sobre la religión con la mujer de su amo; cuando por las palabras del esclavo, descubrió aquélla a cuan hermosas creencias había renunciado su esposo, sintió por ello gran pesar, y entonces lo persuadió a que de nuevo se hiciera cristiano. Cosa difícil era esto en un país mahometano, y ante tal obstáculo amo y esclavo huyeron en un bote hacia Europa.

La vida de Vicente de Paul estuvo llena de vicisitudes, y él invirtió la mayor parte de ella en hacer bien a cuantos encontraba a su paso. Visitaba y confortaba a los enfermos de un hospital de París y fue por algún tiempo tutor de la familia del conde de Joigni, quien tenía a su cargo la inspección en los puertos de los barcos galeotes, o galeras.

Sabía el piadoso sacerdote qué cosa era ser esclavo, y así, al ver los sufrimientos de aquellos desventurados, el corazón le estallaba en el pecho. Animado por un noble sentimiento de misericordia, no descansó hasta conseguir, del rey Luis XIII, permiso de ayudarles en todo lo posible y especialmente con limosnas. El monarca lo nombró limosnero real.

Un día en que visitaba una cadena de galeotes, en Marsella, vio a un infeliz que gemía más que por el peso de los hierros, por el dolor de pensar en las estrecheces y penalidades que sufrirían su mujer y sus hijos, faltos de su ayuda y protección.

Entre aquellos miserables había más de uno que estaba allí injustamente o castigado con demasiado rigor por leves faltas; tal debía ser el caso de aquel pobre hombre. Este pensamiento conmovió a Vicente de Paul, que, resuelto a lograr la libertad de aquel infeliz e incapaz de contemplar por más tiempo su dolor y miseria, ideó la más noble y desinteresada acción imaginable: ocupar su puesto en la galera.

El carcelero, que lo conocía, le ayudó en su empresa, dándole permiso para sustituir al galeote.

Quitaron, pues, a éste las esposas, que pasaron a las muñecas del sacerdote, el cual ocupó un lugar entre aquellos delincuentes.

Mas aquella áspera vida e ímprobo trabajo; el contacto con aquellos forajidos y la molestia de las cadenas, quebrantaron en tal grado su salud, que aunque fue muy pronto puesto en libertad, toda su vida se resintió de tan acerbos sufrimientos.

Secundado por su amigo el conde, conquistó los corazones de aquellos criminales y les enseñó a tener esperanza y a respetarse a sí mismos; y merced a su solicitud, mejoraron las condiciones de cárceles y galeras.

Este magnánimo varón consagró toda su vida y fortuna al alivio del afligido. Recolectó dinero y con él compró y dio libertad a 1.200 esclavos. Fundó la orden de Hermanas de la Caridad, que tanto bien hace en todo el mundo, cuidando a los enfermos y amparando a los huérfanos y a los ancianos.

Impulsó a obras piadosas a los reyes de Francia e indujo al monarca a que persuadiese al rey de Túnez de que debía permitirle fundar una misión en provecho de los cristianos esclavos de los moros en el norte de África. En efecto, unos misioneros llamados lazaristas desembarcaron allí en lo más agudo de una epidemia, y solícitos cuidaron por igual de moros y cristianos.

Muchos años transcurrieron antes de que Francia e Inglaterra acabaran con la piratería en aguas del Mediterráneo, pero es innegable que la humanitaria idea de suprimir el tráfico de esclavos, brilló en el cerebro de ese hombre bondadoso que se llamó Vicente de Paul.


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