LOS HOMBRES DEL BIRKENHEAD


No hace muchos años aún que el vapor Birkenhead emprendía un viaje al África del Sur. Iban a bordo, además de la tripulación, un cuerpo de soldados y las esposas e hijos de algunos de éstos. No marchaban a la guerra, sino a reforzar la guarnición de la colonia.

Navegaba el poderoso buque a lo largo de la costa de África, en la bahía de Simón, sin el menor recelo de peligro. Era de noche, y casi todos los marineros dormían, cuando de pronto chocó el vapor contra una roca. Todos subieron a cubierta, y en cuanto se dieron cuenta del choque, previeron un desastre, pero no por ello cundió el pánico. Los oficiales dieron las instrucciones del caso, y los hombres obedecieron con igual precisión que si formaran en una parada. Los soldados recibieron orden de ayudar a los marineros y de achicar el agua a fin de mantener a flote el buque; y, para disminuir el peso, hubo que arrojar los caballos al agua. Para muchos fue un trance doloroso el tener que obrar así con sus pobres caballos, pero tampoco habrían podido salvarlos. El agua seguía entrando sin que valiese el trabajo de las bombas, y a nadie se le ocultó que el Birkenhead se iba a pique.

Echáronse al agua las canoas. El mar no era peligroso para el grandioso buque cuando éste se hallaba indemne, pero sí lo era en extremo para débiles esquifes. Embarcáronse las mujeres y los niños en una lancha grande y dos más chicas, y se pusieron en salvo; otra se hundió por haberle caído encima un palo; dos se sumergieron antes de haberse podido emplear. El casco del navío se rompió en dos mitades, y una de ellas comenzó a hundirse.

Los soldados continuaban formados en fila. El comandante del buque les dijo que podían ganar a nado las canoas, pero el coronel objetó que si así lo hacían no podrían los botes resistir el sobrepeso y naufragarían. Los soldados permanecieron, firmes esperando las órdenes de los oficiales. Se les dijo que si ganaban a nado las canoas, éstas zozobrarían y perecerían ahogados mujeres y niños.

No rompieron la formación y esperaron que se hundiera el barco, con igual firmeza que si se hallaran haciendo el ejercicio. Llegaron las olas a barrer la cubierta y los bravos soldados se sumergieron en el mar. Toda su esperanza se cifraba en que, llegadas a salvo las canoas a la playa, volvieran para recogerlos a ellos. Unos pocos consiguieron llegar a nado hasta la orilla; otros pudieron sostenerse aferrados a los restos del naufragio, y fueron recogidos al día siguiente por un buque que había auxiliado a las canoas, que no podían ganar la costa; pero la gran mayoría perecieron, con todo heroísmo.