EL CABALLERO SIN MIEDO Y SIN TACHA


Un día de fines del siglo xv veíase un hermoso espectáculo ante un antiguo y noble castillo de Francia, el Castillo Bayardo.

El anciano caballero de ese nombre, inválido a consecuencia de las heridas recibidas en los campos de batalla, se sostenía apoyado por dos bastones, teniendo a su lado a su bella esposa y rodeado de un gran séquito de servidores. Los ojos del viejo guerrero brillaban, mostrando a la vez afecto y admiración. Todos sus servidores aplaudían con entusiasmo.

La causa de su alegría era un muchacho de catorce años, quien, vestido de seda y terciopelo, y adornado el birrete con hermosa pluma, hacía diestramente evolucionar a un caballo de poca alzada.

El caballero, herido e inválido, no podía adiestrar por sí mismo a su hijo en el arte de la caballería; así, pues, le había comprado un brioso potro, lo había vestido suntuosamente, y Pedro (que así se llamaba el joven) partía para aprender el ejercicio de las armas en la corte del duque de Saboya.

El muchacho se distinguió mucho en su nueva profesión, por su valor y destreza, y conquistó el cariño de todos por su sencillez y generosidad.

En cierta ocasión quiso el duque hacer un magnífico presente al rey de Francia, y se le ocurrió mandarle a su valiente paje.

Estando un día el rey rodeado de su corte, apareció Pedro montado en su caballo con tanta gallardía que daba gusto verlo.

-¡Bravo! ¡Bravo! ¡Espolead de nuevo! -exclamó el monarca, mientras aplaudía. Y toda la corte repitió: “¡Bravo! ¡Bravo!”.

Entonces Pedro dio de nuevo la vuelta al campo, llevando el caballo a medio galope, y todos prorrumpieron en exclamaciones de admiración.

Dejaremos sin mencionar muchas de las hazañas de este intrépido joven, puesto que llenarían varios capítulos, y pasaremos a otra escena: en ella Pedro aparece ya hombre. Alto, apuesto, de ojos brillantes, y lleno de gracia y gentileza. Ha vencido a los más valientes caballeros de su tiempo, y ha conquistado los más grandes honores en los campos de batalla. Se le llama “el caballero sin miedo y sin tacha”. Todos han oído hablar de él; todos conocen su valor indomable, su generosidad para con los vencidos, su caballerosidad para con las mujeres, su bravura como guerrero y su nobleza como cristiano.

La escena que vamos a describir es la siguiente: acaba de efectuarse una gran batalla y el nuevo rey de Francia, que es todavía un adolescente, vuelve de su primer combate, envanecido por la victoria alcanzada. Desea sólo una cosa: ser armado caballero. Pero ¿quién podrá armarle tal? ¿No es él mismo el poder supremo que los crea?

Por la noche se realiza un maravilloso espectáculo ante la tienda del soberano. Los más valientes soldados de Francia forman un gran cuadro; flamean al aire las banderas, y los heraldos hacen resonar sus trompetas. Los que han de recibir recompensas de manos del rey ocupan la primera fila, embargados por la emoción. Todos esperan con alegría el comienzo de la ceremonia. El monarca, Francisco I, sale de su tienda y se dirige hacia Bayardo. Se arrodilla sobre la yerba ante él, y Bayardo, dándole un espaldarazo, lo arma caballero. El rey había escogido para que lo elevara a esta dignidad al más valiente y cortés de todos sus vasallos.

Una de las mayores hazañas del gran Bayardo fue la defensa del castillo de Brescia contra tropas considerables. Cuando la reina, cuyas eran aquellas tropas, preguntó enojada al general cómo era que con todos sus hombres y cañones no pudo tomar aquel débil palomar, el general respondió: -Señora, porque había en él un águila. Y ésta era precisamente la característica de Bayardo en la guerra: temperamento de águila. No temía salir al encuentro del enemigo, cualquiera que fuese. Volaba como un torbellino en auxilio del débil y destruía el poder de los tiranos. Pero en la paz era de carácter afable. En la guerra, fiero como un águila; en la paz, manso como una paloma.

Bayardo murió de manera noble y heroica. En una batalla contra los españoles, el ejército francés tuvo que retirarse, y Bayardo, con un puñado de hombres, permaneció a retaguardia para proteger la retirada. Allí le alcanzó una piedra disparada por una ballesta, la cual le partió la espina dorsal. Bajáronle del caballo y lo recostaron en un árbol.

Ya moribundo, levantó el bravo caballero su espada y pronunció una breve oración. Luego aconsejó a sus amigos que se pusieran en salvo, y les rogó que lo volvieran de cara, enfrentando al enemigo.

Así murió uno de los hombres más valientes que blandieron espada.